USA (1970). Blanco y negro. 108
min.
Título en español: Los amantes sanguinarios.
El film de Leonard Kastle es
anómalo y fascinante por varios motivos, entre ellos, podemos contar el hecho
de que es el único que se le conoce, opera prima y quizás el final de una
carrera prometedora y que resultó ser
corta. Curiosamente, ha creado un culto que necesita hoy, explicación. A los espectadores
jóvenes puede parecer aburrida y hasta insulsa en comparación con otras
historias semejantes que corren con más tersura y refinamiento en su
realización, como Natural Born Killers (1994), del disparejo Oliver Stone
basada en un guión de Tarantino que ha sido, obviamente, inspirado en la misma
historia y probablemente, en las repetidas pasadas de la cinta de Kastle a los
ojos fascinados del muchacho Quentin. Otro filme emparentado con el que nos
ocupa, es sin duda, la aplaudida en Cannes: Profundo Carmesí (1996), de Arturo
Ripstein, que cuenta con variantes mínimas, pero con un toque de humor negro,
la misma historia. Las imágenes
alucinantes de la pantalla fueron entresacadas de la realidad, el público norteamericano
guardó durante mucho tiempo memoria de los horrendos crímenes cometidos por Martha Beck y Raymond
Fernández, dos sujetos marginales de esa sociedad de la opulencia que
financiaron su pasión exaltada y complementaron su goce sexual, arrasando a
mujeres solitarias como las que rondaban los clubes del corazón en las épocas
anteriores al correo electrónico y el ICQ.
Se trata de una película de bajo
presupuesto realizada con medios modestos y que corrió al margen de algunos de
los estándares de la industria, sobreviviendo a las normas estrictas de los
distribuidores que buscan seguridades sobre la recuperación de su inversión.
Un director de cine es uno de los
personajes más extraños del mundo del arte, tiene algo de pintor, escritor,
fotógrafo, pero sobretodo algo de Dios. Se dice que el guionista visitó a
varios productores y directores cinematográficos para ofrecer la historia.
Martin Scorsese fue elegido para ser el director, luego fue substituido por
Donald Volkman, para finalmente terminar en manos del propio escritor para su
realización. Kastle parece haber caminado, esperando encontrar a ese pequeño
Dios que sacase la historia adelante
para finalmente saltar él mismo a la plató y darle ese tono extraño,
grotesco y kitsch al filme que evoca el
estilo semidocumental que, dos años antes, utilizara Georges Romero en su también película de
culto que inaugurara el cine gore: “La noche de los muertos vivientes”.
La historia está contada de una manera directa, obsesiva,
sin concesiones al espectador y con una narrativa a tono con los modelos de las películas Z de
los años 40’s y 50’s referidas a temas detectivescos y policiales. Su primera
media hora es, en este sentido, anodina. El planteo de los personajes, la
interpretación un poco tiesa de los actores, la iluminación directa y los planos
americanos no hacen esperar demasiado
del filme que cuenta de manera realista y seca los acontecimientos, aderezados
con un toque leve de humor negro que supone, utilizar como fondo la música
wagneriana favorita de los nazis.
Esa misma forma de narrativa
puntual ¾un
poco desesperante¾
se convierte en un mérito, cuando empezamos a ver en la pantalla los detalles
de los crímenes de esos crueles amantes que no ahorran al espectador ninguna
gota de sangre, mostrándonos al martillo y la lavadora asesinas, el sexo inflamado al ardor del
ansia criminal.
Shirley Stoler representa a
Martha Beck en una actuación que le valió futuros papeles de Dominatrix
en películas como Siete bellezas (1976)
de Lina Wertmuller, la cantinera de
Frankenhooker (1990), y la mujer que en Miami Blues (1990) expresa su disgusto
contra Alec Baldwin cortándole sus dedos con un machete. Su impresionante
porte, de ciento y tantos kilos la hace ver al espectador como una matrona
lasciva sin ningún freno de decencia,
todo en su presencia llama al exceso.
Su personaje Martha al encontrar
a su alma gemela decide con naturalidad recluir a su mamá a la que cuidaba con
rencor soterrado, en un asilo. Sigue,
sin más, a su latin lover, el relamido Raymond Fernández. Queda
fuera cualquier consideración moral y
ética, ella ha sido tocada por el amor ¾ pasión, esa extraña
figura que Denis de Rougemont (1) ve aparecer en lo que llama la
revolución psíquica del siglo XII.
Esa transformación del ánimo
parece haberse dado de golpe y privilegia el amor cortés sobre el matrimonio.
Lo que se ama es el amor, el hecho mismo de amar. Se trata de abandonar la
conciencia y zozobrar en la sombra,
entregarse a la pasión hasta morir, pues, la vida sin amor no vale nada. El
fondo de esta inmersión de los corazones en la noche del deseo es,
curiosamente, un deseo de saber, un modo de conocer, que sólo puede abrirse
paso a través del sufrimiento.
Al parecer, este estilo de amar,
está relacionado con el relajamiento de los vínculos feudales y por tanto,
patriarcales. Esto trajo consigo un cuestionamiento a la autoridad del Señor y
de las instituciones mismas, incluyendo a la iglesia. Es una especie de
prerrenacimiento de la individualidad que tiene como manifestaciones más
notables: el culto al amor y el nacimiento
de religiones dualistas como las de los cátaros y albigenses. Éstas
últimas, que tuvieron su importancia en esa Europa medieval fueron exterminadas
por el papado de manera salvaje y radical, quizá también la iglesia hubiese querido eliminar al amor
cortés mismo, pero: ¿Cómo extinguir las flamas del corazón?
Entre los resultados más
importantes de esta rebelión del espíritu está la revaloración de la mujer y la
divinización de la feminidad que podemos observar en los cantos y romances de
los trovadores que exaltan al objeto de su amor con cualidades celestiales, al
punto de retomar la fuerza de la
religión en un culto pagano al objeto de amor.
He aquí un par de ejemplos
entresacados del libro de Rougemont que nos muestran esta pasión herética:
¡Tomad mi vida en homenaje, bella
que me dais gracia, mientras me concedáis que por vos al cielo tienda! (Uc de Saint Circ)
Mejoro y me purifico a cada día
que pasa, pues sirvo y reverencio a la dama más gentil del mundo. (Arnaut
Daniel)
Cabe preguntarse cuál es la
diferencia entre este género de amor, diferente al sostenido por los modelos
griego y latino. No podemos ser exhaustivos en este análisis, pero anotemos tan
sólo que el modelo griego platónico sostiene de una diferencia entre erastés
(amante) y eromenós (amado) dónde el amante ejerce un papel activo y el
amado es el de objeto de esa pasión. Por ello será más valorado siempre el sacrificio del amado a favor del amante,
pues pone en él un esfuerzo que va más allá de la espontaneidad
y el sacrificio desprendido connatural del amante. También, el amor más excelso en las categorías clásicas es el de filia, que sobrepone
el valor de la amistad a cualquier otro sentimiento.
El amor ¾ pasión supone
reciprocidad, correspondencia, deseo de fundición no sólo de las almas sino de
los cuerpos. Este amor se ve como un producto pleno en sí y no como un defecto
de la razón, es colmado contra razón y lo que quiere es centellear sin importar
la fuente del combustible, aún sean los cuerpos de los amantes. No concordamos con Trías, quien en su “Tratado
de la pasión” (2) vela la brillantez de algunas de sus tesis al afirmar que
este amor supone necesariamente la heterosexualidad. Los amantes se quisieran
sin sexo, fusionados más allá de toda diferencia.
Ese deseo de refundición se ve
reflejado y prolongado en la petición de fidelidad que no encontramos en los
latinos. Los ideales en juego en este tipo de amor demandan no sólo
concordancia sino dependencia, franqueza más allá de la amistad y la
compatibilidad total, sueños guajiros de los que están tan prendidos Beck y
Fernández que están dispuestos a ofrendar la vida, exactamente de la misma
manera que ustedes y yo.
El amante en este esquema se
comporta como un poseído que valora al amor por encima de cualquier otra cosa.
Libertad, placer y felicidad se hallan muy por debajo de las aspiraciones del
endemoniado, que quiere y se procura al amor mismo, no importa que implique
sufrimiento o congoja. Los enamorados son náufragos que desean ser arrastrados
al remolino, ahogados por la corriente y
ser hechos pedazos por una fuerza que se presiente poderosa e
indomeñable, extraña e íntima al sujeto que ama.
Amor y muerte se encuentran en
esa pasión, entrelazados intensamente y constituyendo las dos caras de una misma moneda. La liga
que los une es ese deseo imposible de
aspirar a ser uno, que los condena a ser víctimas de un ímpetu que no duda en
intentar formar con los pedazos desbaratados de la carne de dos, al gracioso
ser andrógino del que Platón nos habla a través de la boca de Aristófanes en
esa borrachera maravillosa que conocemos como El Banquete. Allí encontramos,
también, como origen del demonio Eros, el encuentro fortuito y
propiciado por el alcohol entre Penia
(la pobreza) y Poro (el recurso). El amor ¾ pasión rechaza ese
origen, se trata más bien, del encuentro de destino entre el fuego y la carne.
La palabra que describe este
juego mortífero es pasión. Si desglosamos cuidadosamente el término y
encontraremos ciertas fallas si tratamos de interpretar a la pasión según el
modelo tomista de acto y passio. La pasión es pasiva porque
supone el abandono, pero a su vez, es
activa pues supone una positividad espontánea que induce a la acción. La
pasión, es así, sensación de poder (que no significa necesariamente: poder). Pasión es padecimiento pero
también dicha por padecer. El amante
pierde el sueño, baja o sube de peso, se viste y se desviste compulsivamente,
conjetura y en base a sus obsesiones echa a funcionar la máquina de su cuerpo
hasta alcanzar altas velocidades destinadas a quemarla.
¿Qué inflama la pasión de los
amantes? ¿Acaso es la belleza del cuerpo? ¿Quizá la del alma? La respuesta no
puede ser sino freudiana: el brillo de la nariz. Eso que convierte en fetiche
al objeto de amor. Para el público lego expliquemos con calma esta cuestión, en
el artículo sobre El fetichismo
de 1927 (4) nos informa Freud de cómo se elige al objeto fetiche. Nada esencial
hay en él que lo convierta en ese objeto especial... nada sino la mirada de
linterna del amante que rebota en la nariz del amado y le proporciona ese
brillo cegador que vuelve deslumbrante al objeto amado. De manera
magistralmente poética, encontramos esta idea en esa pequeña obra maestra de
Carson MacCullers que lleva el nombre de
La balada del café triste (4), ahí podemos leer:
Hay el amante y hay el amado y
cada uno proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia el amado no es
más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del
amante. No hay amante que no se de cuenta de esto con mayor o menor claridad;
en el fondo sabe que su amor es un amor solitario.
Para quienes no han leído esta
novela, la recomendamos entusiastamente, encontraran allí muchas coincidencias
con lo que sucede entre Martha Beck y el tal Fernández (Tony Lo Bianco). Por supuesto que no es la belleza de las almas, ni la de los cuerpos, la que
determina el amor, más bien, se trata de una llama que arde solitaria en el
faro del corazón del amante y que lanza su luz a esa oscuridad de los objetos,
a través de las ventanas que son los ojos.
Llevemos la metáfora más lejos,
en el amor ¾
pasión, esa luz no es blanca, sino teñida del color de nuestras ilusiones y es
por eso que el objeto de amor se ilumina con un resplandor que disimula sus
asperezas y desniveles, para ofrecernos
al amado como una superficie lisa y perfecta, su cuerpo real no es sino una
pantalla de proyección de nuestras fantasías y ensueños.
Martha cede al crimen espontáneamente
porque percibe que el lugar de cómplice, la hace una compañera puntual,
correspondiente de su amado. La sangre la baña de luz y su cuerpo se convierte
en el hogar maternal e incestuoso de su amante, que más que buscar un compinche
quiere la mirada de un testigo que admire y goce sus crímenes. Pero Martha va
más allá de ser espectadora, los celos la empujan a ser coautora de los
asesinatos y entra en una vorágine que le lleva a rivalizar con la crueldad de
Raymond. Finalmente, comprende que a pesar de la culpa compartida, la fusión de
los amantes no puede ser total, que uno más uno da siempre dos. Ese
descubrimiento la llevará a entregar a
la justicia al mismo objeto de su amor, culpable, no de los espeluznantes
crímenes que hemos visto en la pantalla, más bien, de no diluirse y perderse para
siempre en los pliegues de esa masa de carne hasta ser uno totalmente con su amada.
El final de la película es tan
espantoso, a su manera, como todo lo que hemos visto anteriormente y no le pide
nada prestado a cineastas maduros y contemporáneos como el gran Kieslowski.
Nos preguntamos sobre Kastle y
sus impresiones después de ver su filme, no sabemos de cierto este hecho, pero
no nos parece descabellado adivinarlo enfrentado a su obra como a la de un
desconocido ¿Por qué no? Cómo quien observa su crimen horrendo, cometido sin
conciencia, que de pronto, salta a la
vista en la forma de un cuerpo yaciente y sin vida. Lo imaginamos horrorizado,
culpable y víctima de una repulsión sin medida, no lo vemos satisfecho de su
obra, sino mortificado... abandonando el trabajo de director de cine a quien
pueda tener más estómago.
Notas:
(1) Rougemont Denis de (1978). El amor y
occidente. Ed. Kairós. Barcelona.
(2) Trías Eugenio (1998). Tratado
de la pasión. Editorial Mondadori. Madrid.
(3) Freud Sigmund. (1927) El
fetichismo. Freud Total 1.0. CD
Room. Ediciones Nueva Hélade.
(4) Carson MacCullers (1971). La
balada del café triste. Ed. Salvat. España.
Quizá me dirá usted que es una idea delirante, pero el triángulo o cuarteto, una excluída, de Poro, Penia i Metis tiempo ha he llegado a "comprenderlo" o a "interpretarlo" con cosas materiales, como mi ordenador ¿es la pasión un axioma universal?
ResponderEliminarVicent