domingo, 4 de noviembre de 2012

FILOSOFÍA Y SALUD MENTAL. Conferencia en el Congreso sobre Servicios de Salud Mental en Veracruz. 6 de septiembre de 2012. Julio Ortega B.



Muy atentos colegas, médicos, psiquiatras, trabajadores sociales, e interesados en el futuro de la Salud Mental en nuestro estado y en México:
Agradezco a ustedes la oportunidad que me brindan de dirigirme a ésta audiencia, y en particular saludo cordialmente a mi amigo el  Dr. Rubén Torres, encargado de la administración y planeación de la salud mental en Veracruz, e interesado siempre en el mejoramiento de las condiciones de atención a quienes requieren de los servicios del estado en esta materia.
El tema que ante ustedes desarrollaré es el de la relación entre la Filosofía y la Salud Mental, relación compleja que ha sido en términos generales descuidada por el mundo médico,  pero que en principio siempre pareció evidente para los filósofos, como un tema natural que debía de ser tratado como fundamental desde el origen mismo de la filosofía.
Hoy en día cuando hablamos de Salud Mental, la primera idea que nos viene a la cabeza tiene que ver con los servicios médicos ofrecidos por el Estado a los ciudadanos, la prevención de aspectos como el alcoholismo y la drogadicción, la atención de víctimas de la violencia y el desamparo social, violencia de género, personas con discapacidades, adultos mayores, y temas similares.
Según un estudio reciente de Salvador González, en México, el 18 % de la población urbana, entre 18 y 64 años de edad sufre de trastornos afectivos, principalmente depresión. El 1.6 % de la población adulta ha intentado suicidarse  y la tasa de suicidio se ha incrementado más allá del 100 % en los últimos años, los problemas de salud mental en la infancia no son identificados adecuadamente y por tanto no se solicita atención al respecto.
De acuerdo con la Secretaría de Salud el 8 % de las enfermedades mentales corresponden al área neuropsiquiátrica, cuatro millones sufren de depresión, seis millones más tiene problemas relacionados con consumo del alcohol, 10 %  de los adultos mayores de 65 años sufren cuadros demenciales, mientras que 15 % de la población entre 3 y 12 años padece de algún tipo de trastorno mental o de conducta.
Pero en vez de aburrirlos con estadísticas que hoy - desgraciadamente - se consideran el fundamento de cualquier disciplina que aspire a ser ciencia, me abocaré a ciertas reflexiones que desde el terreno de la filosofía y el psicoanálisis pueden cuestionar algunas de nuestras asunciones en esta materia. Las estadísticas son como los bikinis, muestran muchas cosas pero siempre ocultan lo esencial, los estudios estadigráficos no tienen otro propósito que prever y pronosticar, sobre la base de probabilidades, el comportamiento de los fenómenos en la realidad, pero en la actualidad se tiende a convertir las tendencias en leyes inmutables sobre el mundo. Esto nos lleva al reconocimiento escalofriante de que el papel decisivo –  de conocimiento – que los griegos concedieron al oráculo en la antigüedad lo ocupan en la actualidad, los juegos estadísticos y la teoría de las probabilidades.
En primer lugar, les diré, que la llamada salud mental, se puede concretar en nuestro grado de felicidad y búsqueda de la felicidad, así como la reflexión sobre en qué ésta consiste, problema espiritual y mundano, que ocupó a los filósofos desde tiempos inmemoriales. Tales de Mileto, afirmó que es sabio «quien tiene un cuerpo sano, fortuna y un alma bien educada»[1]. Demócrito, de modo más o menos parecido, definió la felicidad como la obtención del placer pero, manteniéndose alejado de todo defecto y de todo exceso.
Los filósofos cínicos en la Antigua Grecia, sostenían que la felicidad no puede depender de los bienes materiales. Por tanto, apagar el deseo y la ambición es una buena forma de gozar con holganza de la vida: “No deseo lo que no tengo, y sobre todo lo que no anhelo”. No vale la pena afanarse y preocuparse por la riqueza y los honores. La pobreza y la liberación de las convenciones sociales se convierten en virtud, ideas que retomaron los primeros cristianos y que difundieron entre sus seguidores pero que no se consideran en la actualidad como deseables en el mundo occidental, que coloca entre sus ideales máximos la obtención de poder y riquezas sobre cualquier otra consideración. Erich Fromm en algunos de sus libros, pero sobre todo “Psicoanálisis de la sociedad contemporánea”, best seller desde su publicación en  1955, nos había advertido sobre la posibilidad de la contemporaneidad estuviese enmarcada en cierta patología social.
Y en el libro “¿Tener o ser?” publicado más de 20 años después, nos habla del fracaso de la liberación del hombre por la ciencia y la técnica, y de la transformación del hombre y su sistema de valores a causa de las dos principales premisas psicológicas del sistema industrial : 1) La meta de la vida es la felicidad entendida como la obtención del máximo de placer, y 2) el empuje a la complacencia de todo deseo o necesidad subjetiva que una persona pueda tener, conduce a un hedonismo radical que llega incluso a conductas suicidas.
Pero volvamos a nuestra aproximación desde la historia de los pensadores filosóficos. Los estoicos afirmaban que la realidad es una y que existe un derecho natural universal que todos podemos respetar. La superioridad de la filosofía consistía, según recoge Tertuliano de Zenón de Elea, en el desprecio de la muerte.
La tesis de que la felicidad es el sistema de los placeres, fue expresada con toda claridad por Aristipo, quien distinguió también al placer de la felicidad. Sólo el placer es el bien porque solamente él es deseado por sí mismo y, por lo tanto, es el fin en sí. «El fin es el placer particular, la felicidad es el sistema de los placeres particulares, en los cuales se suman también los pasados y los futuros»[2]. Hegugesias, que negó la posibilidad de la felicidad, la negó precisamente por el hecho de que los placeres son muy raros y efímeros (Ibid., II, 8, 94).
Seguidores de la corriente estoica fueron Cicerón, convencido humanista —“el hombre es el centro” del mundo— y Séneca, quien dijo que “el hombre es sagrado para el hombre”. De Séneca, hombre austero y de sólida moral, que fue preceptor del emperador Nerón y vio de cerca la degradación de la familia imperial romana, se destaca su búsqueda de serenidad y su espíritu de resignación, hasta el punto que hoy la palabra estoico suele identificarse con resignado, paciente y sufrido. Para Séneca, la paz interior se logra conciliando el destino y las leyes naturales con la voluntad humana.
De Diógenes (otro filósofo cínico) se cuenta aquella famosa anécdota con Alejandro Magno. El poderoso rey macedonio, atraído por su fama, fue a visitarle a su vivienda, que no era más que un tonel instalado junto a un camino. Diógenes estaba tomando el sol plácidamente echado junto a su tonel y no se inmutó ante tan ilustre visitante. Después de escuchar su saludo y sus preguntas, se limitó a decir: “Apártate, que me quitas el sol”.
Los epicúreos, buscaron la felicidad humana en el placer y en la amistad. Aristipo afirmaba que la meta del ser humano es conseguir el placer, que identifica con el bien. Epicuro, aunque su nombre hoy tiene connotaciones de hedonismo tenía una concepción de la vida semejante a la del psicoanálisis, fue un gran defensor de la vida sobria y equilibrada, y el respeto hacia los demás. Su ética del placer propone un dominio de los sentidos, moderación y prioridad del alma sobre el cuerpo. El disfrute, sostenía, viene de la armonía y el equilibrio. Puede haber varios tipos de placeres, y el mayor de ellos es gozar de la amistad. ¿La muerte? No nos concierne. ¿Lo bueno? En realidad, es fácil de conseguir. Si alguien quiere ser feliz ha de renunciar a la ambición y a la apariencia, a “vivir en secreto” y con hipocresía, sin afanes ni angustias, pues es en los placeres sencillos que se encuentra la felicidad.
Platón negó que la felicidad consistiera en el placer y, en cambio, la consideró relacionada con la virtud. «Los felices son felices por la posesión de la justicia y de la temperancia, y los infelices, infelices por la posesión de la maldad»[3], y en el Banquete[4] afirma que son denominados felices «los que poseen bondad y belleza». Pero justicia y templanza son virtudes, nos hace entender en la República[5], y la virtud es, según Platón, nada más que la capacidad del alma para cumplir su propio deber, o sea, dirigir al hombre de la mejor manera posible. De tal manera, también la noción platónica de la felicidad se refiere a la situación del hombre en el mundo y a los deberes que le competen.
Aristóteles, si bien insistió acerca del carácter contemplativo de la felicidad, dio a la felicidad una noción más extensa, definiéndola como «determinada actividad del alma desarrollada conforme a la virtud»[6], la cual no excluye y, por el contrario incluye, la satisfacción de las necesidades y de las aspiraciones mundanas. Según Aristóteles, las personas felices deben poseer tres especies de bienes: externos, del cuerpo y del alma[7]. El alma, por cierto no existe sin el cuerpo y está fundada en el caso del hombre en la racionalidad. Nos explica que los bienes exteriores, como todo instrumento, tienen un límite dentro del cual cumplen su función de ser útiles, como medios, pero fuera del cual resultan perjudiciales o inútiles para quien los posee.
Se puede decir que cada uno merece tanta felicidad según la virtud, sentido y capacidad de obrar que posea. Por lo tanto, la felicidad es más accesible al sabio, que se basta a sí mismo con mayor facilidad[8], pero también a ella deben tender en realidad todos los hombres y en general los habitantes de las ciudades. Yo supongo que para los los griegos no debe haber sido un tema tan difícil de considerar, puesto que tenían a sus esclavos que realizaban las tareas más duras para ellos.
La ética posaristotélica se ocupa, con privilegio, de la felicidad del sabio; la precisa división que los estoicos formulan entre sabios e insensatos hace, en efecto, obviamente inútil ocuparse de estos últimos. El sabio es el que se basta a sí mismo y que, por lo tanto, es el único que encuentra su felicidad o más bien su beatitud.
Para Plotino la felicidad es la vida misma; por lo tanto, si bien pertenece a todos los seres vivientes, pertenece en el grado más eminente a la vida más completa y perfecta que es la de la inteligencia pura. El sabio, en quien se realiza tal vida, es un bien por sí mismo y no tiene necesidad más que de sí mismo para ser feliz, no busca las otras cosas o, por lo menos, las busca sólo por ser indispensables a las cosas que le pertenecen (por ejemplo, al cuerpo) y no a él mismo. La felicidad del sabio no puede ser destruida ni por el fracaso, ni por enfermedades físicas y mentales ni por ninguna circunstancia desfavorable, como no puede ser aumentada por las circunstancias favorables.
Para las religiones teístas, como el cristianismo, la felicidad sólo se logra en la unión con Dios, no es posible ser feliz sin esta comunión. Y la felicidad considerada como la obtención definitiva de la plenitud y el estado de satisfacción de todo tipo de necesidades, es alcanzable sólo después de la muerte en el llamado Paraíso. También se fomenta la renuncia a los bienes terrenales y a los placeres de la carne, amén de la aceptación de la buena o la mala suerte, porque en el fondo es una decisión divina que nos trasciende. En este sentido, la fe en Dios es la meta que se propone un buen cristiano y que de alguna manera le hace feliz, independientemente de la salud o la enfermedad, la pobreza o la riqueza, etc. Todo esto puede desembocar en un conformismo ante la opresión del Rey o del Papa.
Erasmo de Rotterdam, fue un humanista comprometido con los problemas religiosos de su época, y proponía la renovación de la espiritualidad cristiana, depurada de ritualismo, fariseísmo, intolerancia fanática y supersticiones. En los conflictos entre la Reforma y la Contrarreforma su intención fue mediadora. Con ese propósito escribió su Elogio de la locura, publicado en 1511 en París y en Estrasburgo. En ésta obra hizo fuertes críticas a la sociedad y a la Iglesia, lo que le acarreó diversos problemas, pues por la ironía y la mordacidad de sus juicios, fue considerada como una agresión contra el catolicismo, por lo que en 1558, en el índice romano, Erasmo es calificado de "herético de primera categoría", y quedaron prohibidas ésa y sus demás obras.
Los ideales cambiarán como efecto de transformaciones económicas, sociales y técnicas, acercándonos más a la apetencia de bienestar en esta tierra y obtención de logros en la vida cotidiana, así como al deseo de una sociedad basada en los ideales de la Ilustración: Igualdad, Fraternidad y Libertad.
Para Kant la felicidad constituyó una cuestión fundamental, y “todos los principios prácticos materiales (…) deben figurar bajo el principio universal del amor a sí mismo o de la propia felicidad”[9]. El problema es cómo conciliar la moral con la felicidad. En la Crítica de la razón práctica, formula la base moral que debe regir la búsqueda de la felicidad, el imperativo categórico: “obra de tal modo que la máxima de tu voluntad, pueda ser ley universal para todos”[10]
El deseo de ser feliz es una condición del ser humano, por el común saber de su finitud, su incompletud dirá Lacan apoyándose en Freud, y refiere a un motivo material, que sólo puede ser conocido de modo empírico por el sujeto.
El principio de la felicidad, una materialización completa del sentimiento placentero, esta doctrina es lo que Kant denomina eudemonismo, que consiste en que el deseo de la felicidad, sea la regla que condicione todos nuestros actos, todas nuestras máximas, de una manera particular para cada individuo. Y la aparente contradicción entre felicidad y deber, se considera que puede ser resuelta basándose en la existencia de Dios.
Para el romanticismo, el amor, y los esfuerzos por obtener el cumplimiento de ideales, serán la base de las visiones que van desde Chateubriand hasta Baudelaire pasando por Goethe, Beethoven, Shelley y Turner. El sufrimiento es una forma de cumplimiento de deseos, una cara de la felicidad que puede arrastrar a la muerte e incluso al suicidio. Se critican los ideales de la Ilustración y se preconiza el genio, la libertad y la conciencia, la pasión y el sujeto humano.
En realidad, éste movimiento es también una protesta contra los cambios radicales de vida que se introdujeron después de la Ilustración y las modificaciones que sobrevinieron con la aplicación de los primeros artefactos industriales durante la época clásica: el molino de viento, la rueda hidráulica, que anticiparon la Modernidad pero también la deshumanización del hombre, precisamente la obra de Mary W. Shelley Frankenstein es una crítica a la ciencia y su paso de atropello sobre el hombre. La locura en su esencia es uno de los más extraños productos del espíritu de la Ilustración, un engendro que recuerda el aguafuerte de Goya: El sueño de la razón produce monstruos.
Justamente, Foucault nos hace notar en su Historia de la Locura que a partir del siglo XVII y con la desaparición de la lepra en sus proporciones epidémicas, como producto de la higiene y cambios de vida, se procede a encerrar a los pobres y a los locos en los leprosarios que se encuentran en las afueras de las ciudades. Un mal desaparece y se encuentra otro para ocupar los espacios de reclusión que habían quedado abandonados.
La época clásica encierra en los asilos una sin razón que confunde y  hermana, a los locos y libertinos, enfermos y criminales, raros engendros y salvajes. Se trata de purificar la sociedad a través de la segregación, este movimiento se genera en el terror del contagio. La locura a partir de estos hechos, cambia de estructura y desemboca en una experiencia muy similar a la que, hasta la fecha, tenemos de ella como enfermedad, concepción que está centrada en considerar el fenómeno como un problema estrictamente médico.
El asilo reduce las diferencias, reprime los vicios y borra las irregularidades. Denunciará todo aquello que se oponga a las virtudes esenciales de la sociedad: la inmoralidad, la extrema perversidad de las costumbres, la ebriedad o la galantería indiscriminada, la incoherencia, la pereza, el satirismo, y la masturbación excesiva. A estos males, se agregará posteriormente, el intento de suicidio, la prostitución y la homosexualidad. Estas son las figuras por excelencia de la sin razón y se relacionan con la figura de la decadencia social que más tarde será substituida por la depravación.
Con Foucault entendemos que “enfermedad mental” y “locura”, son dos configuraciones diferentes que, desde el siglo XVII hasta ahora, se han reunido y confundido una con otra.
Aunque la medicina y en concreto la psiquiatría, intente quitar las aristas más aterradoras a la insania mental reduciéndola a una trastorno biológico, genético, neurológico, a desequilibrios electroquímicos del sistema nervioso, el halo poético lírico en torno a la enfermedad persistirá, porque en ella hay también algo irreducible al dominio de la razón y que anticipa el vacío de la muerte.
Ciertos procedimientos médicos radicales como la lobotomía de Freeman, la hidroterapia con agua fría, y hasta los electroshocks, están más cerca de la terrible Inquisición que de un verdadero sentido terapéutico.
En este sentido, establecer los límites entre cordura y locura es un intento finalmente destinado al fracaso, puesto que el loco y el cuerdo nunca terminan por separarse. La locura forma parte del mundo moderno y consiste en un núcleo irreducible, el corazón de la naturaleza humana.
Uno de los grandes méritos de Freud ha consistido en dejar de lado la explicación neurobiológica e intentar entender al hombre en su contexto familiar, psicológico y social, sin dejar de lado que esa Otra escena supone no sólo una parte oscura e irracional que los psicoanalistas llamamos Inconsciente, sino el hecho de que el tratamiento de los enfermos mentales requiere no sólo medicación y encierro, terapia ocupacional y aceptación de su condición de chatarra, sino ante todo escucha y comprensión de los factores que les empujaron al sufrimiento mental, porque la locura supone siempre mortificación y dolor.
Se necesita un diagnóstico, pero no uno llano y simple como el que propone el DSM – V y sus anteriores versiones, basado estrictamente en la observación conductual, sino uno que tenga una teoría de fondo que considere la etiología como parte fundamental de cualquier aproximación psicopatológica. Por ejemplo, el hecho que hoy se denomine trastorno bipolar a lo que antes se llamaba psicosis maniaco depresiva, indica un intento de borrar cualquier conexión con la teoría psicoanalítica y reducir a un lenguaje neutro y sin sentido la aproximación del fenómeno, necesitamos entender, no sólo poner nombres o etiquetas a los trastornos y pacientes.
Lamentablemente y con justicia, los filósofos han sido severos críticos a las prácticas psiquiátricas y de normativización surgidas desde el discurso médico. No han sido escuchados del todo, y se ha acrecentado la distancia entre ellos y los médicos. Y es porque han notado que las cárceles no difieren mucho de los hospitales. En ambos contextos los internos son etiquetados, clasificados mediante agotadoras y absurdas pruebas psicológicas como el MMPI, y al final mezclados sin importar la particularidad de su afección o delito. Un depresivo puede convivir junto a un paranoico o un sociópata ocupar la misma habitación que una persona que se robo unas pilas. Los empleados del hospital en este universo, sirven como de niñeras y en lo alto de la pirámide institucional se encuentra casi siempre un psiquiatra, que no piensa de manera dinámica el problema de la locura, sino que transita por moldes naturalistas del siglo XIX que le hacen estar más cerca de Lombroso que de Freud, y en consecuencia,  realizar una práctica que exige al paciente la sumisión para acatar órdenes, la confesión de su mal como si fuesen sujetos culpables de un crimen.
No estamos en ese sentido lejos de la aplicación del concepto de monstruo moral que atenta contra la sociedad, y finalmente lo que se le pide al paciente es la aceptación de su enfermedad como una condición de por vida. Pareciera que se trata de castigarlo más que de curarlo, sobre la frágil base de que el castigo puede ser correctivo en el caso de la conducta criminal y también de la locura.
Han hecho notar que el discurso médico privilegia la obtención de estadísticas para los informes sobre la comprensión de los aspectos cualitativos implicados en la psicosis que pudieran orientar una dirección de la cura. Las experiencias de Klein, Bion, Winnicott, Pichón – Riviére, en hospitales, van sin embargo en otra dirección… y las prácticas de Franco Basaglia o de R. D. Laing nos enseñan que no hay que mantener forzosamente un orden asilar para plantear un tratamiento terapéutico… en nuestro país también se han hecho experiencias muy interesantes, por ejemplo, con la clínica de la anorexia en el Hospital de Nutrición.
Michel Foucault en particular, es muy severo en su análisis del poder psiquiátrico, nos referimos a su curso de 1973 – 74 y al seminario de 1974 – 75 sobre Los Anormales en el contexto de sus obligaciones del Collège du France, allí hace patente la relación entre espacio asilar y orden disciplinario. La internación y la asistencia, los informes sobre el alienado son modos de control social que no disimulan su relación con una matriz jurídico ¾ política específica surgida de la razón occidental, y no sólo del capitalismo. Debemos recordar, en este sentido, que la discidencia política y la homosexualidad fueron motivos de encierro psiquiátrico en la, hasta hace poco desaparecida, Unión Soviética.
En el mundo médico, la hipnosis, el tratamiento moral, la sugestión, han sido substituidos por los antidepresivos, los antipsicóticos y toda la farmacopea mágica que intenta borrar la incoherencia y el afecto desordenado del sujeto, a esto se le llama progreso. El paso del psicoanálisis por la psiquiatría ha querido ser borrado en nuestro país, y en otros conextos culturales, vivimos en la época del café instantáneo, de la fast food y de la prét a porter. Por tanto se esperan resultados rápidos: ¿Me aqueja el insomnio? Pues tengo a mano el Lozopil ¿Me abandona mi mujer? Para no deprimirme ingiero Prozac ¿Mi hijo tiene el tan mentado y cuestionado Déficit de atención e hiperactividad? Debe tomar Catapres. Las causas de todos éstos síndromes no se cuestionan para nada. El resultado triste es la creación de zombies dependientes de su medicación, el tratamiento en este caso se convierte en rito sacrificial y expiación de la culpa de terceros. Destino trágico inapelable que el enfermo ha de aceptar y cargar por el resto de su vida.
Pero el problema de la locura — insistiremos — no es sólo un problema médico, sino ante todo un problema familiar, humano, filosófico, psicológico y diré, quizá con exceso, hasta espiritual. El asunto de volver medicalizar completamente el tratamiento de los pacientes de este tipo, no es digno para el médico ni para el paciente, convierte al primero en un niñero del infante indócil, celador de una bestia peligrosa, y ortopeda del carácter al servicio del sistema social, y al segundo en un niño inválido o desecho social que no se sabe cómo reciclar, y que se le prefiere arrumbar en depósitos o mantener sumiso con drogas. En el fondo, el encierro no pretende curar la locura, sino conjurar del orden social una figura que no encuentra lugar y que sólo produce temor.
El reciente conflicto en el Hospital Juan N. Navarro en el DF hace cuatro años, es una muestra de lo difícil que es cambiar las cosas y de cómo no está contemplado en las políticas de salud del Estado Mexicano, una atención generosa e interesada por resolver este tipo de problema, que es más bien visto como una renta incómoda.
El secretario de salud, médico cirujano, maestro en administración pública y severo crítico de la promoción del condón como preventivo para las enfermedades sexuales, promotor de la abstinencia en la planificación familiar afirmó que el edificio se estaba “cayendo” y que debía cerrarse, para que en ese predio se construyera una torre, ampliación del Instituto Nacional de Cancerología y un estacionamiento para dichas instalaciones. Descartó la posibilidad de construir un hospital nuevo, como lo exigían los trabajadores, porque en el presupuesto no estaba previsto ese gasto.
La lógica que parecía imperar era, desde luego, la redituabilidad financiera y política del tratamiento a los enfermos. Resulta más “lógico” tratar a un enfermo de cáncer seguramente que a uno mental, y la recuperación de ambos en un análisis horizontal, debe arrojar como más sustentable (palabra favorita del neoliberalismo) el tratamiento a unos que a otros.
No es casual que la primera vez que se quiso reubicar a los niños del Hospital, se les intentó enviar a lo que fueron archivos y bodegas. No son productivos, no son comprensibles, toda inversión en su tratamiento parece inútil, quizá ni siquiera pueden considerarse enfermos, ni tener derecho a atención, porque son afectados por una enfermedad que no tiene un sustento físico detectable en todos los casos.
Ésta clase de pensamiento “pragmático”, sin embargo, equivale a quitar el pan a un hambriento, para darlo a otro. La metáfora no es afortunada, porque en realidad se trata de un derecho y no una limosna. Sería más pertinente decir, que se despoja de un derecho a un sector de la población en beneficio de otro. En ese caso, afortunadamente, la presión de los trabajadores y los sectores sociales impidió el cierre del Hospital, que por cierto, no se ha caído. Pero la situación de los hospitales psiquiátricos en nuestro país sigue siendo de carencias.
No basta con domar la locura de los pacientes y alejarlos del mundo externo, hacerles patente la conciencia de su enfermedad (ponerles también una etiqueta de identidad que se denomina "diagnóstico") y apegarlos al tratamiento farmacológico, aplicarlos a la construcción de piñatas y hacerles ver todas las películas de Cantinflas. Más que entretenerlos, pastorearlos, castigarlos y corregirlos, se necesita dedicarles tiempo, escucharlos, comprenderlos, y devolverles su condición de humanos más allá de la animalidad y la violencia del delirio. La medicación tiene que ser una parte de la estratégica terapéutica, pero no puede ser la única aproximación a la psicosis.
La  alucinación y el delirio no son sólo síntomas que deben ser borrados lo más pronto posible, errores, ilusión horrenda, opinión mal fundada; sino el lugar, el vértigo de una verdad. Apunta a una historia única y una manera de expresar algo que es un mal familiar, esa condición es producto de una historia de tristezas, de desconfianza, llanto, desilusión y falta de respuesta en la demanda de amor. El delirio es una metáfora fallida que sin embargo, no ha perdido completamente el rastro de las escenas originarias de agresión física, psíquica o social. Parte fundamental del trabajo del terapeuta es precisamente soportar esta locura, mostrarle al enfermo que no sólo puede producir miedo y rechazo ante sus conductas absurdas, sino que también puede ser escuchado con interés y sin miedo, para ser finalmente reintegrado al sentido. La historia de su vida no debe suscitar en el terapeuta desprecio, horror o rechazo, sino enseñanza, deseo de investigación y ánimo de navegar sin recelo junto al psicótico para encontrar su cura.


[1] Abbagnano Nicola, Diccionario de filosofía [1961]. Fondo de Cultura Económica,  México 1963 (2ª 1974). P.  527-530
[2] Diógenes Laercio,Vida de Filósofos ilustres. II, 8, 87.
[3] Platón. Gorgias. 508 b.
[4] Platón. Banquete. 202 c.
[5] Platón. República, I, 353 d ss.
[6] Aristóteles. Ethica nicomachea, I, 13, 1102 b.
[7] Aristóteles. Ibid., 1153 b 17 ss.; Política, VII, 1, 1323 a 22
[8] Arstóteles. Ét. Nic., X, 7, 1177 a 25
[9] Kant, Crítica de la razón práctica, Losada, Buenos Aires 41961, p. 26.
[10] Ibid, p. 36.




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