Muy atentos colegas,
médicos, psiquiatras, trabajadores sociales, e interesados en el futuro de la
Salud Mental en nuestro estado y en México:
Agradezco a ustedes la oportunidad que me brindan de dirigirme a ésta
audiencia, y en particular saludo cordialmente a mi amigo el Dr.
Rubén Torres, encargado de la administración y planeación de la salud mental en
Veracruz, e interesado siempre en el mejoramiento de las condiciones de
atención a quienes requieren de los servicios del estado en esta materia.
El tema que ante ustedes desarrollaré es el de la relación entre la Filosofía
y la Salud Mental, relación compleja que ha sido en términos generales descuidada
por el mundo médico, pero que en principio siempre pareció evidente
para los filósofos, como un tema natural que debía de ser tratado como
fundamental desde el origen mismo de la filosofía.
Hoy en día cuando hablamos de Salud Mental, la primera idea que nos viene a la
cabeza tiene que ver con los servicios médicos ofrecidos por el Estado a los
ciudadanos, la prevención de aspectos como el alcoholismo y la drogadicción, la
atención de víctimas de la violencia y el desamparo social, violencia de género,
personas con discapacidades, adultos mayores, y temas similares.
Según un estudio reciente de Salvador González, en México, el 18 % de la
población urbana, entre 18 y 64 años de edad sufre de trastornos afectivos,
principalmente depresión. El 1.6 % de la población adulta ha intentado
suicidarse y la tasa de suicidio se ha incrementado más allá del 100
% en los últimos años, los problemas de salud mental en la infancia no son
identificados adecuadamente y por tanto no se solicita atención al respecto.
De acuerdo con la Secretaría de Salud el 8 % de las enfermedades mentales
corresponden al área neuropsiquiátrica, cuatro millones sufren de depresión,
seis millones más tiene problemas relacionados con consumo del alcohol, 10 % de
los adultos mayores de 65 años sufren cuadros demenciales, mientras que 15 % de
la población entre 3 y 12 años padece de algún tipo de trastorno mental o de
conducta.
Pero en vez de aburrirlos con estadísticas que hoy - desgraciadamente - se
consideran el fundamento de cualquier disciplina que aspire a ser ciencia, me
abocaré a ciertas reflexiones que desde el terreno de la filosofía y el
psicoanálisis pueden cuestionar algunas de nuestras asunciones en esta materia.
Las estadísticas son como los bikinis, muestran muchas cosas pero siempre
ocultan lo esencial, los estudios estadigráficos no tienen otro propósito
que prever y pronosticar, sobre la base de probabilidades, el comportamiento de
los fenómenos en la realidad, pero en la actualidad se tiende a convertir las
tendencias en leyes inmutables sobre el mundo. Esto nos lleva al reconocimiento
escalofriante de que el papel decisivo – de conocimiento – que los
griegos concedieron al oráculo en la antigüedad lo ocupan en la actualidad, los
juegos estadísticos y la teoría de las probabilidades.
En primer lugar, les diré, que la llamada salud mental, se puede concretar en
nuestro grado de felicidad y búsqueda de la felicidad, así como la reflexión
sobre en qué ésta consiste, problema espiritual y mundano, que ocupó a los
filósofos desde tiempos inmemoriales. Tales de Mileto, afirmó que es sabio
«quien tiene un cuerpo sano, fortuna y un alma bien educada»[1]. Demócrito, de modo más o menos parecido, definió la
felicidad como la obtención del placer pero, manteniéndose alejado de todo
defecto y de todo exceso.
Los filósofos cínicos en la Antigua Grecia, sostenían que la felicidad no puede
depender de los bienes materiales. Por tanto, apagar el deseo y la ambición es
una buena forma de gozar con holganza de la vida: “No deseo lo que no tengo, y
sobre todo lo que no anhelo”. No vale la pena afanarse y preocuparse por la
riqueza y los honores. La pobreza y la liberación de las convenciones sociales
se convierten en virtud, ideas que retomaron los primeros cristianos y que
difundieron entre sus seguidores pero que no se consideran en la actualidad
como deseables en el mundo occidental, que coloca entre sus ideales máximos la
obtención de poder y riquezas sobre cualquier otra consideración. Erich Fromm en algunos de sus libros, pero
sobre todo “Psicoanálisis de la sociedad contemporánea”, best seller desde su
publicación en 1955, nos había advertido sobre la posibilidad de la
contemporaneidad estuviese enmarcada en cierta patología social.
Y en el libro “¿Tener o ser?” publicado
más de 20 años después, nos habla del fracaso de la liberación del hombre por
la ciencia y la técnica, y de la transformación del hombre y su sistema de
valores a causa de las dos principales premisas psicológicas del sistema
industrial : 1) La meta de la vida es la felicidad entendida como la obtención
del máximo de placer, y 2) el empuje a la complacencia de todo deseo o
necesidad subjetiva que una persona pueda tener, conduce a un hedonismo radical
que llega incluso a conductas suicidas.
Pero volvamos a nuestra
aproximación desde la historia de los pensadores filosóficos. Los estoicos afirmaban que la realidad es una y que
existe un derecho natural universal que todos podemos respetar. La superioridad
de la filosofía consistía, según recoge Tertuliano de Zenón de Elea, en el
desprecio de la muerte.
La tesis de que la felicidad es el sistema de los placeres, fue expresada con
toda claridad por Aristipo, quien distinguió también al placer de la felicidad.
Sólo el placer es el bien porque solamente él es deseado por sí mismo y, por lo
tanto, es el fin en sí. «El fin es el placer particular, la felicidad es el
sistema de los placeres particulares, en los cuales se suman también los
pasados y los futuros»[2]. Hegugesias, que negó la posibilidad de la felicidad,
la negó precisamente por el hecho de que los placeres son muy raros y efímeros
(Ibid., II, 8, 94).
Seguidores de la corriente estoica fueron Cicerón, convencido humanista —“el
hombre es el centro” del mundo— y Séneca, quien dijo que “el hombre es sagrado
para el hombre”. De Séneca, hombre austero y de sólida moral, que fue preceptor
del emperador Nerón y vio de cerca la degradación de la familia imperial
romana, se destaca su búsqueda de serenidad y su espíritu de resignación, hasta
el punto que hoy la palabra estoico suele identificarse con resignado, paciente
y sufrido. Para Séneca, la paz interior se logra conciliando el destino y las
leyes naturales con la voluntad humana.
De Diógenes (otro filósofo cínico) se cuenta aquella famosa anécdota con
Alejandro Magno. El poderoso rey macedonio, atraído por su fama, fue a
visitarle a su vivienda, que no era más que un tonel instalado junto a un
camino. Diógenes estaba tomando el sol plácidamente echado junto a su tonel y
no se inmutó ante tan ilustre visitante. Después de escuchar su saludo y sus
preguntas, se limitó a decir: “Apártate, que me quitas el sol”.
Los epicúreos, buscaron la felicidad humana en el placer y en la amistad.
Aristipo afirmaba que la meta del ser humano es conseguir el placer, que
identifica con el bien. Epicuro, aunque su nombre hoy tiene connotaciones de
hedonismo tenía una concepción de la vida semejante a la del psicoanálisis, fue
un gran defensor de la vida sobria y equilibrada, y el respeto hacia los demás.
Su ética del placer propone un dominio de los sentidos, moderación y prioridad
del alma sobre el cuerpo. El disfrute, sostenía, viene de la armonía y el
equilibrio. Puede haber varios tipos de placeres, y el mayor de ellos es gozar
de la amistad. ¿La muerte? No nos concierne. ¿Lo bueno? En realidad, es fácil
de conseguir. Si alguien quiere ser feliz ha de renunciar a la ambición y a la
apariencia, a “vivir en secreto” y con hipocresía, sin afanes ni angustias,
pues es en los placeres sencillos que se encuentra la felicidad.
Platón negó que la felicidad consistiera en el placer y, en cambio, la
consideró relacionada con la virtud. «Los felices son felices por la posesión
de la justicia y de la temperancia, y los infelices, infelices por la posesión
de la maldad»[3], y en el Banquete[4] afirma que son denominados felices «los que
poseen bondad y belleza». Pero justicia y templanza son virtudes, nos hace entender
en la República[5], y la virtud es, según Platón, nada más que la
capacidad del alma para cumplir su propio deber, o sea, dirigir al hombre de la
mejor manera posible. De tal manera, también la noción platónica de la
felicidad se refiere a la situación del hombre en el mundo y a los deberes que
le competen.
Aristóteles, si bien insistió acerca del carácter contemplativo de la
felicidad, dio a la felicidad una noción más extensa, definiéndola como
«determinada actividad del alma desarrollada conforme a la virtud»[6], la cual no excluye y, por el contrario incluye, la
satisfacción de las necesidades y de las aspiraciones mundanas. Según
Aristóteles, las personas felices deben poseer tres especies de bienes:
externos, del cuerpo y del alma[7]. El alma, por cierto no existe sin el cuerpo y está
fundada en el caso del hombre en la racionalidad. Nos explica que los bienes
exteriores, como todo instrumento, tienen un límite dentro del cual cumplen su
función de ser útiles, como medios, pero fuera del cual resultan perjudiciales
o inútiles para quien los posee.
Se puede decir que cada uno merece tanta felicidad según la virtud, sentido y
capacidad de obrar que posea. Por lo tanto, la felicidad es más accesible al
sabio, que se basta a sí mismo con mayor facilidad[8], pero también a ella deben tender en realidad todos
los hombres y en general los habitantes de las ciudades. Yo supongo que para
los los griegos no debe haber sido un tema tan difícil de considerar, puesto
que tenían a sus esclavos que realizaban las tareas más duras para ellos.
La ética posaristotélica se ocupa, con privilegio, de la felicidad del sabio;
la precisa división que los estoicos formulan entre sabios e insensatos hace,
en efecto, obviamente inútil ocuparse de estos últimos. El sabio es el que se
basta a sí mismo y que, por lo tanto, es el único que encuentra su felicidad o
más bien su beatitud.
Para Plotino la felicidad es la vida misma; por lo tanto, si bien pertenece a
todos los seres vivientes, pertenece en el grado más eminente a la vida más
completa y perfecta que es la de la inteligencia pura. El sabio, en quien se realiza
tal vida, es un bien por sí mismo y no tiene necesidad más que de sí mismo para
ser feliz, no busca las otras cosas o, por lo menos, las busca sólo por ser
indispensables a las cosas que le pertenecen (por ejemplo, al cuerpo) y no a él
mismo. La felicidad del sabio no puede ser destruida ni por el fracaso, ni por
enfermedades físicas y mentales ni por ninguna circunstancia desfavorable, como
no puede ser aumentada por las circunstancias favorables.
Para las religiones teístas, como el cristianismo, la felicidad sólo se logra
en la unión con Dios, no es posible ser feliz sin esta comunión. Y la felicidad
considerada como la obtención definitiva de la plenitud y el estado de
satisfacción de todo tipo de necesidades, es alcanzable sólo después de la muerte
en el llamado Paraíso. También se fomenta la renuncia a los bienes terrenales y
a los placeres de la carne, amén de la aceptación de la buena o la mala suerte,
porque en el fondo es una decisión divina que nos trasciende. En este sentido,
la fe en Dios es la meta que se propone un buen cristiano y que de alguna
manera le hace feliz, independientemente de la salud o la enfermedad, la
pobreza o la riqueza, etc. Todo esto puede desembocar en un conformismo ante la
opresión del Rey o del Papa.
Erasmo de Rotterdam, fue un humanista comprometido con los problemas religiosos
de su época, y proponía la renovación de la espiritualidad cristiana, depurada
de ritualismo, fariseísmo, intolerancia fanática y supersticiones. En los
conflictos entre la Reforma y la Contrarreforma su intención fue mediadora. Con
ese propósito escribió su Elogio de la locura, publicado en 1511 en
París y en Estrasburgo. En ésta obra hizo fuertes críticas a la sociedad y a la
Iglesia, lo que le acarreó diversos problemas, pues por la ironía y la
mordacidad de sus juicios, fue considerada como una agresión contra el
catolicismo, por lo que en 1558, en el índice romano, Erasmo es calificado de
"herético de primera categoría", y quedaron prohibidas ésa y sus
demás obras.
Los ideales cambiarán como efecto de transformaciones económicas, sociales y
técnicas, acercándonos más a la apetencia de bienestar en esta tierra y
obtención de logros en la vida cotidiana, así como al deseo de una sociedad
basada en los ideales de la Ilustración: Igualdad, Fraternidad y Libertad.
Para Kant la felicidad constituyó una cuestión fundamental, y “todos los
principios prácticos materiales (…) deben figurar bajo el principio universal
del amor a sí mismo o de la propia felicidad”[9]. El problema es cómo conciliar la moral con la
felicidad. En la Crítica de la razón práctica, formula
la base moral que debe regir la búsqueda de la felicidad, el imperativo
categórico: “obra de tal modo que la máxima de tu voluntad, pueda ser ley
universal para todos”[10].
El deseo de ser feliz es una condición del ser humano, por el común saber de su
finitud, su incompletud dirá Lacan apoyándose en Freud, y refiere a un motivo
material, que sólo puede ser conocido de modo empírico por el sujeto.
El principio de la felicidad, una materialización completa del sentimiento
placentero, esta doctrina es lo que Kant denomina eudemonismo, que
consiste en que el deseo de la felicidad, sea la regla que condicione todos
nuestros actos, todas nuestras máximas, de una manera particular para cada
individuo. Y la aparente contradicción entre felicidad y deber, se considera
que puede ser resuelta basándose en la existencia de Dios.
Para el romanticismo, el amor, y los esfuerzos por obtener el cumplimiento de
ideales, serán la base de las visiones que van desde Chateubriand hasta
Baudelaire pasando por Goethe, Beethoven, Shelley y Turner. El sufrimiento es
una forma de cumplimiento de deseos, una cara de la felicidad que puede
arrastrar a la muerte e incluso al suicidio. Se critican los ideales de la
Ilustración y se preconiza el genio, la libertad y la conciencia, la pasión y
el sujeto humano.
En realidad, éste movimiento es también una protesta contra los cambios
radicales de vida que se introdujeron después de la Ilustración y las
modificaciones que sobrevinieron con la aplicación de los primeros artefactos
industriales durante la época clásica: el molino de viento, la rueda
hidráulica, que anticiparon la Modernidad pero también la deshumanización del
hombre, precisamente la obra de Mary W. Shelley Frankenstein es
una crítica a la ciencia y su paso de atropello sobre el hombre. La locura en su esencia es uno de los más extraños productos del
espíritu de la Ilustración, un engendro que recuerda el aguafuerte de Goya: El
sueño de la razón produce monstruos.
Justamente, Foucault nos hace notar en su Historia
de la Locura que a partir del siglo XVII y con la desaparición de la
lepra en sus proporciones epidémicas, como producto de la higiene y cambios de
vida, se procede a encerrar a los pobres y a los locos en los leprosarios que
se encuentran en las afueras de las ciudades. Un mal desaparece y se encuentra
otro para ocupar los espacios de reclusión que habían quedado abandonados.
La época clásica encierra
en los asilos una sin razón que confunde y hermana,
a los locos y libertinos, enfermos y criminales, raros engendros y salvajes. Se
trata de purificar la sociedad a través de la segregación, este movimiento se
genera en el terror del contagio. La
locura a partir de estos hechos, cambia de estructura y desemboca en una
experiencia muy similar a la que, hasta la fecha, tenemos de ella como
enfermedad, concepción que está centrada en considerar el fenómeno como un
problema estrictamente médico.
El asilo reduce las diferencias, reprime
los vicios y borra las irregularidades. Denunciará todo aquello que se oponga a
las virtudes esenciales de la sociedad: la inmoralidad, la extrema perversidad
de las costumbres, la ebriedad o la galantería indiscriminada, la incoherencia,
la pereza, el satirismo, y la masturbación excesiva. A estos males, se agregará
posteriormente, el intento de suicidio, la prostitución y la homosexualidad.
Estas son las figuras por excelencia de la sin razón y se
relacionan con la figura de la decadencia social que más tarde
será substituida por la depravación.
Con Foucault entendemos que “enfermedad mental” y “locura”, son dos
configuraciones diferentes que, desde el siglo XVII hasta ahora, se han reunido
y confundido una con otra.
Aunque la medicina y en concreto la psiquiatría,
intente quitar las aristas más aterradoras a la insania mental reduciéndola a
una trastorno biológico, genético,
neurológico, a desequilibrios
electroquímicos del sistema nervioso, el halo poético lírico en torno a la
enfermedad persistirá, porque en ella hay también algo irreducible al dominio
de la razón y que anticipa el vacío de la muerte.
Ciertos procedimientos médicos radicales
como la lobotomía de Freeman, la hidroterapia con agua fría, y hasta los
electroshocks, están más cerca de la terrible Inquisición que de un verdadero
sentido terapéutico.
En este sentido, establecer los límites entre cordura y locura es un intento finalmente
destinado al fracaso, puesto que el loco y el cuerdo nunca terminan por
separarse. La locura forma parte del mundo moderno y consiste en un núcleo
irreducible, el corazón de la naturaleza humana.
Uno de los grandes méritos de Freud ha consistido en dejar de lado la explicación
neurobiológica e intentar entender al hombre en su contexto familiar,
psicológico y social, sin dejar de lado que esa Otra escena supone
no sólo una parte oscura e irracional que los psicoanalistas llamamos
Inconsciente, sino el hecho de que el tratamiento de los enfermos mentales
requiere no sólo medicación y encierro, terapia ocupacional y aceptación de su
condición de chatarra, sino ante todo escucha y comprensión de los factores que
les empujaron al sufrimiento mental, porque la locura supone siempre
mortificación y dolor.
Se necesita un diagnóstico, pero no uno llano y simple como el que propone el
DSM – V y sus anteriores versiones, basado estrictamente en la observación
conductual, sino uno que tenga una teoría de fondo que considere la etiología
como parte fundamental de cualquier aproximación psicopatológica. Por ejemplo,
el hecho que hoy se denomine trastorno bipolar a lo que antes se llamaba
psicosis maniaco depresiva, indica un intento de borrar cualquier conexión con
la teoría psicoanalítica y reducir a un lenguaje neutro y sin sentido la
aproximación del fenómeno, necesitamos entender, no sólo poner nombres o
etiquetas a los trastornos y pacientes.
Lamentablemente y con justicia, los filósofos han sido severos críticos a las
prácticas psiquiátricas y de normativización surgidas desde el discurso médico.
No han sido escuchados del todo, y se ha acrecentado la distancia entre ellos y
los médicos. Y es porque han notado que las cárceles no difieren mucho de los
hospitales. En ambos contextos los internos son etiquetados, clasificados
mediante agotadoras y absurdas pruebas psicológicas como el MMPI, y al final
mezclados sin importar la particularidad de su afección o delito. Un depresivo
puede convivir junto a un paranoico o un sociópata ocupar la misma habitación
que una persona que se robo unas pilas. Los empleados del hospital en este
universo, sirven como de niñeras y en lo alto de la pirámide institucional se
encuentra casi siempre un psiquiatra, que no piensa de manera dinámica el
problema de la locura, sino que transita por moldes naturalistas del siglo XIX
que le hacen estar más cerca de Lombroso que de Freud, y en consecuencia, realizar
una práctica que exige al paciente la sumisión para acatar órdenes, la confesión
de su mal como si fuesen sujetos culpables de un crimen.
No estamos en ese sentido lejos de la aplicación del concepto de monstruo moral
que atenta contra la sociedad, y finalmente lo que se le pide al paciente es la
aceptación de su enfermedad como una condición de por vida. Pareciera que se
trata de castigarlo más que de curarlo, sobre la frágil base de que el castigo
puede ser correctivo en el caso de la conducta criminal y también de la locura.
Han hecho notar que el discurso médico privilegia la obtención de estadísticas
para los informes sobre la comprensión de los aspectos cualitativos implicados
en la psicosis que pudieran orientar una dirección de la cura. Las experiencias
de Klein, Bion, Winnicott, Pichón – Riviére, en hospitales, van sin embargo en
otra dirección… y las prácticas de Franco Basaglia o de R. D. Laing nos enseñan
que no hay que mantener forzosamente un orden asilar para plantear un
tratamiento terapéutico… en nuestro país también se han hecho experiencias muy
interesantes, por ejemplo, con la clínica de la anorexia en el Hospital de
Nutrición.
Michel Foucault en particular, es muy severo en su análisis del poder psiquiátrico,
nos referimos a su curso de 1973 – 74 y al seminario de 1974 – 75 sobre Los
Anormales en el contexto de sus obligaciones del Collège du France, allí hace patente la relación entre espacio
asilar y orden disciplinario. La internación y la asistencia, los informes
sobre el alienado son modos de control social que no disimulan su relación con
una matriz jurídico ¾ política específica surgida de la razón
occidental, y no sólo del capitalismo. Debemos recordar, en este sentido, que
la discidencia política y la homosexualidad fueron motivos de encierro
psiquiátrico en la, hasta hace poco desaparecida, Unión Soviética.
En el mundo médico, la hipnosis, el
tratamiento moral, la sugestión, han sido substituidos por los antidepresivos,
los antipsicóticos y toda la farmacopea mágica que intenta borrar la
incoherencia y el afecto desordenado del sujeto, a esto se le llama progreso.
El paso del psicoanálisis por la psiquiatría ha querido ser borrado en nuestro
país, y en otros conextos culturales, vivimos en la época del café instantáneo,
de la fast food y de la prét a porter. Por tanto se esperan
resultados rápidos: ¿Me aqueja el insomnio? Pues tengo a mano el Lozopil ¿Me
abandona mi mujer? Para no deprimirme ingiero Prozac ¿Mi hijo tiene el tan
mentado y cuestionado Déficit de atención e hiperactividad? Debe
tomar Catapres. Las causas de todos éstos síndromes no se cuestionan para nada.
El resultado triste es la creación de zombies dependientes de su medicación, el
tratamiento en este caso se convierte en rito sacrificial y expiación de la
culpa de terceros. Destino trágico inapelable que el enfermo ha de aceptar y
cargar por el resto de su vida.
Pero el problema de la
locura — insistiremos — no es sólo un problema médico, sino ante todo un problema familiar, humano,
filosófico, psicológico y diré, quizá con exceso, hasta espiritual. El asunto
de volver medicalizar completamente el tratamiento de los pacientes de este
tipo, no es digno para el médico ni para el paciente, convierte al primero en
un niñero del infante indócil, celador de una bestia peligrosa, y ortopeda del
carácter al servicio del sistema social, y al segundo en un niño inválido o
desecho social que no se sabe cómo reciclar, y que se le prefiere arrumbar en
depósitos o mantener sumiso con drogas. En el fondo, el encierro no pretende
curar la locura, sino conjurar del orden social una figura que no encuentra
lugar y que sólo produce temor.
El reciente conflicto en el Hospital Juan
N. Navarro en el DF hace cuatro años, es una muestra de lo difícil que es
cambiar las cosas y de cómo no está contemplado en las políticas de salud del
Estado Mexicano, una atención generosa e interesada por resolver este tipo de
problema, que es más bien visto como una renta incómoda.
El secretario de salud, médico cirujano, maestro en administración pública y
severo crítico de la promoción del condón como preventivo para las enfermedades
sexuales, promotor de la abstinencia en la planificación familiar afirmó que el
edificio se estaba “cayendo” y que debía cerrarse, para que en ese predio se
construyera una torre, ampliación del Instituto Nacional de Cancerología y un
estacionamiento para dichas instalaciones. Descartó la posibilidad de construir
un hospital nuevo, como lo exigían los trabajadores, porque en el presupuesto
no estaba previsto ese gasto.
La lógica que parecía imperar era, desde luego, la redituabilidad financiera y
política del tratamiento a los enfermos. Resulta más “lógico” tratar a un
enfermo de cáncer seguramente que a uno mental, y la recuperación de ambos en
un análisis horizontal, debe arrojar como más sustentable (palabra favorita del
neoliberalismo) el tratamiento a unos que a otros.
No es casual que la primera vez que se quiso reubicar a los niños del Hospital,
se les intentó enviar a lo que fueron archivos y bodegas. No son productivos,
no son comprensibles, toda inversión en su tratamiento parece inútil, quizá ni
siquiera pueden considerarse enfermos, ni tener derecho a atención, porque son
afectados por una enfermedad que no tiene un sustento físico detectable en
todos los casos.
Ésta clase de pensamiento “pragmático”, sin embargo, equivale a quitar el pan a
un hambriento, para darlo a otro. La metáfora no es afortunada, porque en
realidad se trata de un derecho y no una limosna. Sería más pertinente decir,
que se despoja de un derecho a un sector de la población en beneficio de otro.
En ese caso, afortunadamente, la presión de los trabajadores y los sectores
sociales impidió el cierre del Hospital, que por cierto, no se ha caído. Pero
la situación de los hospitales psiquiátricos en nuestro país sigue siendo de
carencias.
No basta con domar la locura de los pacientes y alejarlos del mundo externo,
hacerles patente la conciencia de su enfermedad (ponerles también una etiqueta
de identidad que se denomina "diagnóstico") y apegarlos al
tratamiento farmacológico, aplicarlos a la construcción de piñatas y hacerles
ver todas las películas de Cantinflas. Más que entretenerlos, pastorearlos,
castigarlos y corregirlos, se necesita dedicarles tiempo, escucharlos,
comprenderlos, y devolverles su condición de humanos más allá de la animalidad
y la violencia del delirio. La medicación tiene que ser una parte de la
estratégica terapéutica, pero no puede ser la única aproximación a la psicosis.
La alucinación y el delirio no son sólo síntomas que deben ser
borrados lo más pronto posible, errores, ilusión horrenda, opinión mal fundada;
sino el lugar, el vértigo de una verdad. Apunta a una historia única y una
manera de expresar algo que es un mal familiar, esa condición es producto de
una historia de tristezas, de desconfianza, llanto, desilusión y falta de
respuesta en la demanda de amor. El delirio es una metáfora fallida que sin
embargo, no ha perdido completamente el rastro de las escenas originarias de
agresión física, psíquica o social. Parte fundamental del trabajo del terapeuta
es precisamente soportar esta locura, mostrarle al enfermo que no sólo puede
producir miedo y rechazo ante sus conductas absurdas, sino que también puede
ser escuchado con interés y sin miedo, para ser finalmente reintegrado al
sentido. La historia de su vida no debe suscitar en el terapeuta desprecio,
horror o rechazo, sino enseñanza, deseo de investigación y ánimo de navegar sin
recelo junto al psicótico para encontrar su cura.
[1] Abbagnano Nicola, Diccionario de filosofía
[1961]. Fondo de Cultura Económica, México 1963 (2ª 1974). P. 527-530
[2] Diógenes Laercio,Vida de Filósofos ilustres. II,
8, 87.
[3] Platón. Gorgias. 508 b.
[4] Platón. Banquete. 202 c.
[5] Platón. República, I, 353 d ss.
[6] Aristóteles. Ethica nicomachea, I, 13, 1102 b.
[7] Aristóteles. Ibid., 1153 b 17 ss.; Política,
VII, 1, 1323 a 22
[8] Arstóteles. Ét. Nic., X, 7, 1177 a 25
[9] Kant, Crítica de la razón práctica,
Losada, Buenos Aires 41961, p. 26.
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