Michel Foucault volvió, después de su trabajo que examinaba la locura, los ojos a la medicina, el giro de su mirada no carecía de cierto humor: primero el paciente y luego el médico. ¿Quién de los dos vive con los pies más asentados en el castillo de la Sin Razón? El Nacimiento de la Clínica[i] (1963) escudriñó la historia de la práctica médica con énfasis en el siglo dieciocho y principios del diecinueve. El libro trata el modo cambiante como la sociedad occidental ha conceptualizado la enfermedad y la muerte. Es un texto sobre el lenguaje, el espacio y la mirada, que lleva por subtítulo: “Una arqueología desde el punto de vista médico”. Es una continuación indirecta de la “Historia de la locura...” que cuestiona el nacimiento y las condiciones de posibilidad del saber médico, su edificación y puesta en monumento como ciencia. Esta historia cuenta el nacimiento de la medicina positiva, los tropiezos y experiencias que llevan al hombre a encararse consigo mismo y cómo este enfrentamiento tiene una relación estrecha - hay que enfatizarlo - con el momento de la muerte. La insensatez del final desemboca en un pensamiento que, ante ese horizonte finito, crea medios para intentar dominarla, en ese viaje el hombre adquiere un conocimiento positivo de sí mismo.
Este libro que mereció poca atención del público en la fecha de su salida, es uno de los menos leídos por el público. Quizá por los conocimientos médicos deseables para enfrentar esta historia, no conozco ningún médico que haya leído el texto fuera de algunos amigos psiquiatras psicoanalistas.
Las tesis del texto son, sin embargo, sumamente importantes y ligadas al proyecto esbozado por Canguilhem en su notable y brillantísima obra: Lo normal y lo patológico[ii] que conserva su filo después de los años - independientemente de los recientes descubrimientos anatomofisiológicos - ya que explora con agudeza un campo empírico tradicionalmente adscrito al discurso científico cómo es el de la medicina, mostrando las enormes dificultades para establecer un margen definido entre ambos campos, sin atender a consideraciones de orden filosófico y social. Estas lecturas, que debieran ser obligadas para los médicos y psicólogos, están destinadas a engrosar los anaqueles más polvientos de sus Facultades y escuelas.
El nacimiento de la clínica, no pasó indiferente a Lacan, quien se refiere muy extensamente a él durante una de las sesiones de su seminario e invitará a Foucault a cenar varias veces a su casa[iii] tratando de buscar su amistad.
En 1965 aparece el pequeño libro: Nietzsche, Freud y Marx[iv] un texto que ha sido leído como un antecedente cercano al modelo de su posterior proyecto arqueológico o genealógico. Este libro es de importancia pues, está dedicado a rastrear, a través de un estudio pormenorizado de estos autores, la génesis de las técnicas de interpretación modernas que, fundaran el suelo de las interpretaciones dominantes del siglo XX que aún habitamos. En esta obra, considera a estos filósofos la base de un pensamiento que busca trascender las apariencias y llegar a lo esencial. Esta conciencia no es espontánea, sino que requiere de un aparato conceptual determinado que es adquirido con esfuerzo. Pueden detectarse en este texto rasgos de la influencia de su maestro Althusser que concebía esa ruptura con lo aparente como el fruto de una práctica científica, que trascendía la ideología y que permitía en consecuencia el esclarecimiento de las estructuras más profundas de un fenómeno. De acuerdo a esta concepción Marx habría roto con el empirismo de la economía; Nietzsche con el subjetivismo de la filosofía y la moral; Freud con el conciencialismo psicológico.
Las Palabras y las Cosas, es una obra que marca un giro definitivo al carácter de su escritura. Sugestiva y literaria, devolverá a estos tres autores “revolucionarios” al siglo XIX, no sin servirse de ellos para realizar su agudo análisis genealógico. Uno de los temas de este complejo libro pleno de singular poesía, que extravía fácilmente al lector, es el examen e investigación de las llamadas epistemes (epistêmê), que pueden definirse como estrategias de juicio producto de las preocupaciones de una época, tienen una coherencia interna que hace posibles campos de conocimiento que obedecen y se conforman a contrapelo de cualquier voluntad conciente y estrictamente en base a determinantes históricas. Hay que recalcar, sin embargo, que el objetivo principal del libro es el análisis de las “ciencias humanas” y la fragilidad temporal de nuestras concepciones del mundo.
En esta obra cuestionará el status científico de dichas ciencias. Nuestra episteme la representa como un triedro cuyas dimensiones serían: las ciencias deductivas, matemáticas y físicas; estas ciencias pondrían en relación elementos discontinuos pero análogos: lenguaje, vida, producción y distribución de riquezas; también la reflexión filosófica.
Dichas dimensiones definen, a su vez, tres planos: el de lo matematizable, aplicado a la lingüística, la biología y la economía; el de las ontologías regionales que fundan a estas ciencias; el de la formalización del pensamiento. Como puede verse, el lugar de las “ciencias humanas” en este cuadro es el de una “repartición nebulosa”[v]. A esta crítica de su lugar impreciso en el estudio de los acontecimientos de la historia humana, se agrega la reflexión sobre su coherencia interna indefectiblemente ligada a una concepción temporal que se desea universal, pero que no puede ser sino de época.
La obra fue considerada en su tiempo, una crítica a la fenomenología y al marxismo que entonces se consideraba a sí mismo una ciencia.
Dos disciplinas son analizadas en particular, debido a su lugar de privilegio en las concepciones mentales contemporáneas (nuestra episteme): el psicoanálisis y la etnología. El psicoanálisis intenta captar el discurso del Inconsciente, designando a la Muerte, al Deseo y la Ley como: “condiciones de posibilidad de todo saber sobre el hombre”[vi] y determinación de su finitud. La etnología se interesa por los pueblos cuya historia es más o menos inaccesible y busca las invariantes de estructura, para encontrar, tras las representaciones, normas, reglas y sistemas. Una y otra, pues, no se refieren directamente al hombre, sino a sus límites, de hecho: “No sólo pueden prescindir del concepto del hombre, sino que no pueden pasar por él, ya que se dirigen siempre a lo que constituye sus límites exteriores. De ambas puede decirse lo que Lévi – Strauss dijo de la etnología: que disuelven al hombre”[vii].
Estas conclusiones del libro son precedidas por reflexiones que aluden al nombre del libro: las relaciones entre las palabras y las cosas. El estudio de la franja de pensamiento occidental que va del Renacimiento a nuestros días revela cómo en el camino quedaron muchas “pseudo ciencias” que en su momento sobrevivieron, merced a la demostración “evidente” de sus hechos ante sus entusiastas defensores perdidos en el tiempo. El hilo conductor de este análisis es el descubrir el cómo, en cada momento, la relación entre lenguaje y fenómeno edificó un saber.
Así, el Renacimiento ordenará las cosas de acuerdo a la amplia y vaga noción de la semejanza, que operará una división de la cosas del mundo en base a: la convivencia, la emulación, la analogía y la simpatía. Hay una “prosa del mundo” que remite a un texto oculto que debe encontrarse.
En la época clásica las palabras y las cosas se separan, no son ya idénticas: “Las cosas y las palabras van a separarse. El ojo será destinado a ver; la oreja sólo a oír. El discurso tendrá desde luego como tarea el decir lo que es, pero no será más que lo que dice”[viii].
Todo es, a partir de este momento, representación y el orden se establecerá en base a series y cuadros en los que se suceden dichas representaciones. Identidad y diferencia sustituyen a la semejanza y la desemejanza. El orden adoptará la forma de la mathesis que reducirá las cosas a una medida o a una fórmula que da cuenta de lo complejo a través de una síntesis que puede transmitirse en forma sencilla. El saber, entonces, se nutre de la constitución de una lengua pasible de perfección que toma como modelo la combinatoria de Leibniz y el cálculo de Condillac. Se crearán entonces los diccionarios, conjuntos de representaciones que pueden ser correlacionadas entre sí. El hombre habla, clasifica, intercambia. El lenguaje es un medio de análisis que constituye discursos según reglas, su función es establecer un orden sucesivo en la simultaneidad de la experiencia. Se trata de establecer una gramática general independiente de toda historia y de toda lengua, un “estudio del orden verbal en su relación con la simultaneidad que está encargada de representar”[ix]. El fundamento de todas las proposiciones se basa en un verbo: Ser.
En torno a él se articulan las cosas por nombre y adjetivo, formando un “cuadrilátero del lenguaje” (proposición, articulación, designación y derivación) cuyo fin es “atribuir un ser a las cosas y nombrar su ser en este nombre”[x]. La lengua que se busca constituir es una lengua universal que reconstruye la “génesis única y valedera para cada uno de los conocimientos posibles en su encadenamiento”[xi]. Los mismos fenómenos se encuentran en todas partes sin importar su ubicación temporal o espacial.
El pensamiento se atiene a las realidades más visibles: la riqueza y el intercambio, propiedades relacionadas con un mundo en el que la actividad mercantil es dominante. En este contexto:
(...) para el pensamiento clásico, los sistemas de la historia natural y las teorías de la moneda y del comercio tienen las mismas condiciones de posibilidad que el lenguaje mismo. Esto quiere decir dos cosas primero, que el orden en la naturaleza y el orden en las riquezas tienen, para la experiencia clásica, el mismo modo de ser que le orden de las representaciones tal como es manifestado por las palabras; y además que las palabras forman un sistema de signos suficientemente privilegiado, cuando se trata de hacer aparecer el orden de las cosas, para que la historia natural, si está bien hecha, y para que la moneda, si está bien regulada, funcionen a la manera del lenguaje. Lo que el álgebra es con respecto de la mathesis, lo son los signos y, en particular las palabras con respecto a la taxonomía: constitución y manifestación evidente del orden de las cosas[xii].
El panorama empírico de la Modernidad traerá como consecuencia un discurso en el que el lenguaje se dispersa. La representación no será más que un efecto de superficie atribuible al hombre. El orden pertenece ahora a las cosas mismas y a su ley interior, este movimiento da lugar a filosofías “materialistas” que rehuyen cualquier soporte metafísico.
Se rompe, en este momento, la posibilidad de una mathesis universal y el pensamiento filosófico del siglo XIX se dividirá en dos direcciones:
(...) por un lado, las metafísicas del objeto, más exactamente, las metafísicas de ese fondo, nunca objetivable, de donde llegan los objetos a nuestro conocimiento superficial; y por el otro, las filosofías que se proponen como tarea la sola observación de aquello mismo que se ofrece a un conocimiento positivo.
A partir de esta crisis de la representación, la cultura europea se inventará un campo problemático que no toma como preocupación principal a las identidades, sino a fuerzas ocultas referidas a un sustancia que atiende a razones como el origen, la causalidad y la historia. Se constituyen tres modos de saber que fundan a su vez tres disciplinas: la biología, la economía fundada sobre la producción, y la filología. Términos como “posibilidades del Ser”, son reemplazados por: “condiciones de vida”.
El lenguaje adquiere una significación nueva: conocerlo no es ya acercarse al conocimiento en sí, sino “aplicar los métodos de saber en general a un dominio particular de la objetividad”[xiii]. Se descubre entonces cómo estamos atravesados por el lenguaje que no pertenece a nadie y en este asombro se descubre la finitud del hombre. La analítica de dicha finitud consiste en:
(...) la repetición de lo positivo en lo fundamental: allí va a verse sucesivamente repetir lo trascendental a lo empírico, al Cogito repetir lo impensado, el retorno al origen repetir su retroceso[xiv].
El lugar de lo trascendental es tomado por lo empírico, el discurso habla del hombre en particular, no ya del hombre mismo en unviersal. El hombre moderno es posible de ser pensado sólo en relación con esa finitud. Las ciencias humanas contemporáneas ven el esqueleto, por así decirlo, sin intentar reparar en la carne que lo recubre.
Burgelin[xv] considera que son tres las nociones centrales para entender las tesis del libro: la noción de episteme[xvi], la de historia, la de existencia del hombre.
El primer elemento refiere a que en una cultura y en un momento dado, hay sólo una episteme que define las condiciones de posibilidad de todo saber. El “humanismo” del Renacimiento es, en particular, su retorno a las fuentes antiguas. El conocimiento del mundo en esta época es una combinación de pensamiento científico combinado con una concepción mágica del universo basada en nociones pitagóricas, gnósticas, herméticas y cabalísticas.
El segundo elemento involucra la comprensión de que para Foucault la historia no es un continuo ascendente que ofrezca alguna certitud sobre el futuro, las epistemes se suceden unas a otras por un orden no del todo comprensible y que, por momentos, parecería ligado a elecciones estéticas. La episteme se transforma por mutación, esta afirmación no consiste en una explicación, es simplemente una evidencia.
La tercera cuestión atañe a la existencia del hombre y es aún más compleja de definir. En primer lugar, porque el planteamiento de la pregunta sobre su estatuto “no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano”[xvii]. El hombre es una invención de fecha reciente cuyo análisis develaría la arqueología de todo pensamiento. El hombre se disuelve, una y otra vez, en las categorías que surgen según la época: criatura resignada ante Dios, elemento de la Naturaleza, fenómeno social producto de la dialéctica natura y nurtura, combinación de genotipos humanos, etcétera.
El autor y el editor de la obra fueron sorprendidos por el éxito sin medida de Las palabras y las cosas. El libro se publicó en abril de 1966 y la primera edición de tres mil quinientos ejemplares se agota. En junio se reimprimen cinco mil, después otra vez tres mil en julio, otros tres mil quinientos en septiembre y la misma cantidad en noviembre.
¿Cuáles fueron las consecuencias prácticas de esta obra?
La noción tradicional de ciencia fue cuestionada por la filosofía de esta obra, y el valor del conocimiento científico relativizado, al punto de aparecer ligado siempre a las ilusiones de una época. La práctica científica será pensada un día por el autor de “Las palabras y las cosas” como: un modo determinado de regular y construir discursos que, a su vez, definen un dominio particular de objetos y simultáneamente determinan un sujeto ideal destinado a conocerlos[xviii].
El pensamiento humanista, de raíz existencialista y marxista, asimismo, fue cuestionado en sus ideales hasta sus cimientos. El libro es tachado y censurado en los círculos cercanos al Partido Comunista. Se le acusa de tratar de ocultar las “vías objetivas del porvenir”, de presentar al mundo como un “espectáculo y como un juego”, de tratar de mantener con sus ideas “el orden establecido”.
La discontinuidad del discurso histórico, puesta de manifiesto en las tesis del libro, ofendió a todos los que defendían conceptos como progreso y conciencia histórica. El mismo Sartre en una entrevista que le hizo Bernard Pinguaud[xix] realizó un ataque frontal a sus posiciones afirmando que si el libro tenía éxito es porque se le esperaba y que sus reflexiones no eran más que “la última barrera que la burguesía todavía podía levantar contra Marx”.
A estas críticas apasionadas siguieron otras más serias y más documentadas. En un destacado encuentro del “Seminario de estudios e investigaciones del siglo XVII”[xx] celebrado en 1967 se le cuestionó, sobre todo, lo difusa que era su noción de episteme y las dificultades de establecimiento de una transparente sucesión de una episteme por otra. Es decir, la dificultad de enlace entre el orden sincrónico de una nueva estructura epistemológica y el orden diacrónico de la historia. La misma idea de postular la existencia de una continuidad esencial de las visiones clásicas del mundo y la existencia de un supuesto lenguaje homogéneo en diversos ámbitos del conocimiento fue cuestionada vehementemente, criticándosele las mezclas y extrapolaciones que saltaban alegremente entre observaciones biológicas, desarrollos matemáticos y lingüísticos. El concepto mismo de historia de la Modernidad presentado por Foucault fue criticado, en tanto que, su noción de progreso - concepto importantísimo con historia reciente - se confundía con la de idea de irreversibilidad propia en Rousseau.
Otra cuestión problemática en la filosofía de Foucault, que no dejó de llamar la atención, fue la de siempre mantener sus análisis a nivel de discurso, sin referencia a relaciones concretas de actores determinados, que invalidaría una concepción cultural uniforme sin fracturas ni asperezas y que por tanto, subestiman las razones de una obra personal en beneficio de las condiciones de posibilidad de los discursos. Hay, efectivamente, razones para que se lea a Diderot, Rousseau o Vico de una u otra manera en su tiempo. Sin embargo, estas razones no son necesariamente, la razón de la obra de estos autores.
Este cuestionamiento será recusado más adelante por Foucault en sus referencias posteriores al problema del sujeto, pero no deja de tener pertinencia la crítica en relación con la temática del célebre artículo: “¿Qué es un autor?”[xxi] dónde resuelve disolver al escritor en el conjunto de determinantes que hacen posible su discurso no sin atender a la posibilidad de que sí puedan generarse discursividades de estilo definido.
Los historiadores criticaron, asimismo, a Foucault por la generalización abusiva de ciertas nociones que las colocaba en un lugar de sistema y método, lo que desembocaba en una descripción que esquiva a la reflexión epistemológica y no coincidente con las discontinuidades marcadas por otros autores. Convinieron que su método apuntaba al cuestionamiento de la doxología, pero sus afirmaciones de los “hechos” parecían una interpretación privilegiada, que merecería un análisis más detenido que, generalmente, el lector medio no lleva a cabo. Aseveraciones como: “el lenguaje no es un sistema arbitrario”[xxii] requerirían una discusión extensa y no una aceptación acrítica.
Por otro lado, despertó pánico a estos especialistas la impugnación de la historia pues podría deslizar al lector a asumir como imposible la posibilidad de representación de cualquier hecho histórico y a la desaparición de la historia misma.
También el círculo de epistemología de la Escuela Normal Superior[xxiii] formuló sus críticas sobre la noción de episteme, en relación con, el concepto bachelardiano de ruptura epistemológica, y otras nociones regadas a lo largo de su libro como arqueología, doxología, transición, historicidad y finitud.
Michel Foucault no despreció estas críticas y dio contestación a quienes se las formularon puntualmente, sin embargo, consideró necesario escribir aclaraciones más precisas sobre el método arqueológico que tomarán la forma del libro: La arqueología del saber[xxiv]. Es precisamente ahí dónde definirá la arqueología en base a cuatro puntos enunciados en tesis negativas[xxv]:
* La arqueología no trata de revelar nada. Trata de aprehender al discurso mismo como un fenómeno en sí, no intenta descubrir intenciones ocultas, ni hacer transparente ninguna verdad reprimida. Toma al discurso como monumento y no como signo. No es una disciplina interpretativa.
* No trata de encontrar ningún camino evolutivo entre los discursos.
* Simplemente los aprecia en sus diferentes modalidades.
* No es psicología, tampoco sociología, ni antropología de la creación.
* No trata de restituir lo pensado, experimentado, deseado por los hombres en el momento de enunciar su discurso. Es sólo una descripción sistemática del discurso en relación al objeto.
Estas enunciaciones negativas dejarán sin resolver del todo los cuestionamientos al método utilizado. Tras de estas aclaraciones, se puede saber lo qué no es la arqueología, infortunadamente, el resto del libro no muestra con claridad cuál es la esencia de ese método, quedando al lector suponer en qué exactamente consiste. No permanecemos en total oscuridad: en sus planteos hay una refutación frontal a conceptos como ideología de clase, individuo y libertad.
Dos cortes destacan en Las Palabras y las Cosas: el que divide la producción renacentista de conocimiento sobre la naturaleza y el hombre de la producción ilustrada; y el que acaba con la Ilustración e inaugura durante el siglo XIX la zona actual de pensamiento que habitamos. Cada uno de estos acontecimientos da lugar a un reordenamiento de los espacios o armaduras en los que se producen los actos de representación o de habla, y fuerza a cambios descendentes en los tres campos de investigación ligados a la vida, el lenguaje y el trabajo. Se alteran, a partir de estos pasajes y de manera definitiva, las formas mismas de definir, clasificar, ordenar, y dar cuenta del devenir de los objetos de estudio. Lo que sorprende, en todo esto, es la simultaneidad de los cambios, así como la análoga dirección que adquieren - en cada una de estas disciplinas - intereses que en apariencia debiesen ser inconexos.
La hipótesis arqueológica, y el método genealógico foucaultiano presentan en esta obra, numerosos problemas a la lupa. Por un lado, parecería deslizar la idea de que hay una influencia clara, definida y particular en un solo sentido que da como consecuencia la presencia de mallas conceptuales -ocultas pero develables- sobre los productos concretos de la indagación científica. También, la aceptación de ésta hipótesis tal y cómo la encontramos formulada en Las palabras y las cosas, sugiere que dicha influencia se produciría de manera vertical y determinaría objetos, estructuras, representaciones y modelos de explicaciones, que serán asumidos por los practicantes de las más diversas disciplinas científicas a un mismo tiempo y en un movimiento de absoluto acuerdo.
La división histórica tajante sugerida produce un problema más. No es posible considerar que los cambios de una episteme a otra se den de forma radical y simultánea, sin dejar en el camino restos de la etapa anterior. Foucault fue conciente de estos problemas y reelaboró su punto de vista para solucionar, más adelante, las complicaciones implicadas.
Saltando estos errores relativos y no irrevocables, esta obra arqueológica (o genealógica) parece sólida al mostrar paso a paso la intención de su proyecto. La arqueología que más adelante definirá el rumbo de sus investigaciones, y que no se diferenciará mucho de la genealogía, es una especie de práctica estética que muestra en un plano, la aparición y desaparición de discursos, sin atender del todo a categorías como emergencia o intencionalidad. Revela sólo el acontecimiento y considera inútiles preguntas como: “¿Quién es el autor? ¿Quién ha hablado? En que circunstancias y en el interior de qué contexto? Animado de qué intenciones y teniendo qué proyecto”[xxvi].
[i] Foucault, Michel. El nacimiento de la Clínica. Ed. Siglo XXI. Novena edición. México 1983.
[ii] Canguilhem, Georges. Lo normal y lo patológico. Ed. Siglo XXI. México 1983.
[iii] Eribon, Didier. Michel Foucault. Ed. Anagrama Barcelona 1992. P. 209.
[iv] Foucault, Michel. Nietzsche, Freud, Marx. Cuadernos Anagrama. Segunda Edición. México 1981.
[v] Foucault Michel. Las palabras y las cosas. Ed. Siglo XXI. Decimosexta Edición. México 1985. P. 337.
[vi] Ídem. P. 364.
[vii] Ídem. P. 368.
[viii] Ídem. P. 50.
[ix] Ídem. P. 88.
[x] Ídem. P. 125.
[xi] Ídem. P. 90.
[xii] Ídem. P. 201 y 202.
[xiii] Ídem. P. 290.
[xiv] Ídem. P. 307.
[xv] Burgelin, Pierre. “La arqueología del saber”. En: Análisis de Michel Foucault. Editorial Tiempo Contemporáneo. Argentina 1970.
[xvi] Definible por Foucault como: “un espacio epistemológico de un período particular”. Miller, James. La pasión de Michel Foucault. Op. Cit. P. 203.
[xvii] Foucault, Michel. Las palabras y las cosas. P. 375.
[xviii] Miller, James. La pasión de Michel Foucault. Op. Cit. P. 193.
[xix] Eribon, Didier. Michel Foucault. Op. Cit. P. 221.
[xx] Balan, Dulan et al. Coloquio sobre Las palabras y las cosas. En: Análisis de Michel Foucault. Editorial Tiempo Contemporáneo. Argentina 1970.
[xxi] Foucault, Michel. “¿Qué es un autor?”. En: Obras esenciales. Tomo II. Ed. Paidós. España 1999.
[xxii] Foucault, Michel. Las palabras y las cosas. P. 42.
[xxiii] Balan, Dulan et al. Preguntas a Michel Foucault. En: Análisis de Michel Foucault. Editorial Tiempo Contemporáneo. Argentina 1970.
[xxiv] Foucault, Michel. La arqueología del saber. Siglo XXI Editores. Tercera edición. México 1976.
[xxv] Ídem. P. 233 y 234.
[xxvi] Ídem. P. 288.
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