Es posible que esta pequeña nota sorprenda a los
psicólogos que piensan que Nietzsche es más bien un literato y un filósofo que
un psicólogo. Yo pienso que legítimamente hay una psicología nietzscheana y que
un gran problema de los psicólogos es su escasa formación humanista y el empuje
a pensar que la psicología se aprende leyendo manuales cómo si se tratase de un libro de cocina, de hecho, la cocina no se aprende así tampoco. El estilo de Nietzsche
es poético y a su vez enigmático. Para quien está acostumbrado a la lectura
delineada de tesis filosóficas y también, para aquellos que prefieren la
psicología experimentalista y aseguran que es una ciencia, resultará difícil la lectura de sus textos llenos
de aforismos y dificultades que rehuyen una comprensión lineal y unívoca.
El tratado segundo de la Genealogía de
la Moral se encuentra cargado de alusiones a la esfera del derecho y al origen
de la justicia en los hombres. La parte
sexta reza:
“En esta esfera del derecho de
obligación es donde el mundo de los conceptos morales: “falta”, “conciencia”,
“deber”, “santidad del deber” tiene su hogar nativo; en sus comienzos, como
todo lo que es grande sobre la tierra, han sido larga y abundantemente regados
con sangre. ¿Y no habrá que añadir que este mundo no ha perdido nunca
completamente un cierto olor a sangre y a tortura? (en el mismo Kant, el
imperativo categórico tiene un cierto relente de crueldad...)”[1]
La
frase es elocuente y sus tesis trascienden el ámbito poético y filosófico hasta
alcanzar un grado de perspicacia psicológica subversiva con respecto a la
investigación de los valores humanos y de los motivos que subyacen los “más nobles” sentimientos. Se trata de
llevar el análisis tan lejos hasta decir que, valores como la conciencia, el
deber, la moral y otros sublimes objetos son resultado de un proceso histórico
y no un producto esencial o natural. La
tesis golpea con fuerza a las buenas conciencias. El humanismo modernista ha amparado su
quehacer en ciertos valores que han sido sostenidos como irreductibles y básicos
para la convivencia humana y que son esgrimidos para justificar los actos más
inhumanos cuando se trata de usar la violencia, tal es el caso de los
argumentos inverosímiles que Bush, Blair y Aznar esgrimen, para justificar la
intervención de su ejército de horcos contra Irak... Por cierto: ¿Ya probaron
las freedom fries?
El
penetrante ojo nietzscheano va más allá de asumir como cierto que el hombre
tiende al saber por
naturaleza, como lo sostiene el modelo aristotélico. En realidad, parecería
decirnos, el ser humano no quiere saber nada de ciertas verdades y toma la
solución más cómoda a mano para sostenerla sin más como una verdad excelsa e
irreductible. Detrás de eso que llamamos “deber”, está el abismo de nuestros
impulsos. El sufrimiento que se asocia a la justicia y al castigo de los
culpables de infringir la ley, no es
otra cosa que una venganza disfrazada, el “método genealógico” descubre detrás
de ese afán de justicia algo más que una voluntad de igualdad y una pureza de
sentimientos, por el contrario, subyace a esa aparente rectitud una sevicia y
un odio hacia el débil.
Infligir
el dolor mediante el castigo es una “fiesta” para los jueces y verdugos. No
basta con que se intente reparar físicamente el daño que podría haber
ocasionado el delincuente, se trata de proporcionar un castigo ejemplar y un
espectáculo para las masas que aúllan de
gozo cada vez que la justicia hace sonar su martillo. No hay detrás del castigo
ninguna intención simple de justicia o
de reparación material del daño. Se trata de ejercer la crueldad más allá de la
falta, de producir un daño permanente al autor de la fechoría y esconder detrás
de un noble sentido de la justicia y la bondad del espíritu, las huellas de la
maldad humana y la violencia que caracteriza las crueldades de la conducta de
la única especie animal capaz de venganza.
El
castigo en sí, no es el fin último del ejercicio de la justicia. Porque a final
de cuentas el castigo no es jamás ejemplar, puesto que nadie aprende en cabeza
ajena. Más aún... uno, cualquier desalmado, jamás en la historia se ha
tentado el corazón para dar rienda a sus
ímpetus criminales porque sepa que existe la ley, incluso la ley misma aparece
para este tipo de sujetos como una provocación para su apetito. La trasgresión
de la norma se convierte en un atractivo más para la infracción y aún sabiendo
cual es el castigo que le espera, quien decide convertirse en criminal lo hace
sin importar los resultados jurídicos o sociales que su pasión por la violación a la norma pueda producir.
El
castigo es, más bien, una oportunidad para saciar la propia agresión y crueldad
amparándose en el cumplimiento de un deber o una ley suprema, para henchir de
una sensación de poder a quien lo decreta y
lo ejerce. Detrás del drama del castigo no se compensa en modo alguno
ningún mal, ni remedia ninguna falta. Se celebra como un rito de sacrificio
primitivo como el que los aztecas celebraban a sus dioses que demandaban ríos
de sangre. No hay civilización detrás del castigo, ni tampoco “sentido de la
justicia”, o “moral verdadera”, el castigo es inmoral y terrorífico, engendra
más odio y más dolor del que, muchas veces, ha producido una falta.
Desde el punto de vista
nietzscheano, las ideas de Bien y Mal son del todo irrelevantes en su esencia,
lo que el hombre busca no son más que justificaciones para satisfacer el placer
erótico que brinda el castigo y la
satisfacción narcisista de sentirse protegido por el rebaño cuando se cumple
con la ley.
La conciencia y el deber
que soportan el castigo no son producto del discernimiento o de una cierta
capacidad humana “racional”. El castigo es una represalia producto del odio y
de una generalización loca que hace equivalentes el sufrimiento y la falta cometida. No se ocupa el juez de
comprender las circunstancias que llevan al delito sino que infracciona de
acuerdo a una norma arbitraria que puede llegar a cortar la mano del que roba,
sin importar que sea por hambre o por una intención malévola. Las cárceles
están llenas de presos que han llegado por obra y gracia de circunstancias
desfavorables, almas que jamás intentaron dañar al prójimo pero que han
infraccionado la ley y deben ser por tanto condenados al sufrimiento, a la
depravación de sus compañeros y la idea de su regeneración es lo que menos
importa. Las cárceles se convierten así en centros de capacitación para el
crimen y el odio. No importa si el infractor vuelve – o no – a la sociedad
dolido o transformado en un animal sediento de venganza al estilo Montecristo,
el castigo tiene la misión de infligir dolor y fuerza a los débiles de la
manera más dolorosa posible, la saña se disfraza de justicia y la maldad de
conciencia bondadosa.
La necesidad de crueldad
tiene muchas maneras de manifestarse.
Quizá la más refinada de todas es la llamada “conciencia culpable”. El sadismo
aquí toma por objeto al Yo y hace escarnio de éste. En el duelo y en la
melancolía podemos observar un ejemplo paradigmático de este odio profesado
hacia los otros y después vuelto sobre el sujeto para presentar una máscara hipócrita
de remordimiento autocrítico. En este
punto concuerdan Freud y Nietzsche de una manera sorprendente. La sagacidad
freudiana coincide con el método genealógico llendo a la raíz de la
trastocación de los valores y al origen de ese arrepentimiento y desasosiego.
Freud descubre tras de
los autoreproches y las culpas que el melancólico se inflinge un sadismo vuelto
contra sí, no hay detrás de ese arrepentimiento
supuestamente moral nada más que una incapacidad de infligir daño al
prójimo. De esta forma, el odio que originalmente había sido dirigido al objeto
exterior es vuelto hacia sí y el Yo se representa como noble, autocrítico y
cargado de culpa por faltas cometidas por el sujeto. Una mentira misericordiosa
más que al tratar de ocultar la voluntad de poder sacrifica al sujeto mismo en
beneficio de la máscara.
Llama la atención el
último párrafo de la frase citada: “...en el mismo Kant, el imperativo
categórico tiene un cierto relente de crueldad...” Quizá mi análisis tenga
el pecado de bordar demasiado sobre un simple párrafo, pero Nietzsche pareciera
en una sola frase querer demoler casi todo principio de la filosofía clásica
occidental,. La alusión refiere a ese concepto básico en la moral kantiana que
se expresa en una frase superyoica: “Obra de tal modo, que la máxima de tu
voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de legislación
universal”[2].
Entiendo la crueldad que Nietzsche señala, en el sentido de hacer universal un
principio, que valga por igual para los esclavos que para los amos sin
distinción de clase y echando de lado cualquier circunstancia atenuante o
excepcional que pudiera en un momento dado presentarse para la realización de
un acto único, singular e irrepetible. El deber parecería ser más importante
que la observación de la realidad compleja, cambiante y discontinua. Las
excepciones aquí no valen ni importan y nuevamente el sujeto ha de sacrificarse
siempre para sostener finalmente ante los otros su máscara de hipocresía. El
método genealógico va a la raíz de esta afirmación demostrando que nuevamente
importan más las apariencias y la obligación en un giro del sadismo contra el
sujeto que le obliga a sostener la ley a toda costa y domeñar la voluntad a la
opinión social, a la sanción común, convirtiendo así al sujeto en un títere sin deseo, víctima del tejido social
y que no puede permitirse nada que no esté permitido.
(Manuscrito encontrado en una vieja memoria USB).
Es posible que esta pequeña nota sorprenda a los
psicólogos que piensan que Nietzsche es más bien un literato y un filósofo que
un psicólogo. Yo pienso que legítimamente hay una psicología nietzscheana y que
un gran problema de los psicólogos es su escasa formación humanista y el empuje
a pensar que la psicología se aprende leyendo manuales cómo si se tratase de un libro de cocina, de hecho, la cocina no se aprende así tampoco. El estilo de Nietzsche
es poético y a su vez enigmático. Para quien está acostumbrado a la lectura
delineada de tesis filosóficas y también, para aquellos que prefieren la
psicología experimentalista y aseguran que es una ciencia, resultará difícil la lectura de sus textos llenos
de aforismos y dificultades que rehuyen una comprensión lineal y unívoca.
El tratado segundo de la Genealogía de
la Moral se encuentra cargado de alusiones a la esfera del derecho y al origen
de la justicia en los hombres. La parte
sexta reza:
“En esta esfera del derecho de
obligación es donde el mundo de los conceptos morales: “falta”, “conciencia”,
“deber”, “santidad del deber” tiene su hogar nativo; en sus comienzos, como
todo lo que es grande sobre la tierra, han sido larga y abundantemente regados
con sangre. ¿Y no habrá que añadir que este mundo no ha perdido nunca
completamente un cierto olor a sangre y a tortura? (en el mismo Kant, el
imperativo categórico tiene un cierto relente de crueldad...)”[1]
La
frase es elocuente y sus tesis trascienden el ámbito poético y filosófico hasta
alcanzar un grado de perspicacia psicológica subversiva con respecto a la
investigación de los valores humanos y de los motivos que subyacen los “más nobles” sentimientos. Se trata de
llevar el análisis tan lejos hasta decir que, valores como la conciencia, el
deber, la moral y otros sublimes objetos son resultado de un proceso histórico
y no un producto esencial o natural. La
tesis golpea con fuerza a las buenas conciencias. El humanismo modernista ha amparado su
quehacer en ciertos valores que han sido sostenidos como irreductibles y básicos
para la convivencia humana y que son esgrimidos para justificar los actos más
inhumanos cuando se trata de usar la violencia, tal es el caso de los
argumentos inverosímiles que Bush, Blair y Aznar esgrimen, para justificar la
intervención de su ejército de horcos contra Irak... Por cierto: ¿Ya probaron
las freedom fries?
El
penetrante ojo nietzscheano va más allá de asumir como cierto que el hombre
tiende al saber por
naturaleza, como lo sostiene el modelo aristotélico. En realidad, parecería
decirnos, el ser humano no quiere saber nada de ciertas verdades y toma la
solución más cómoda a mano para sostenerla sin más como una verdad excelsa e
irreductible. Detrás de eso que llamamos “deber”, está el abismo de nuestros
impulsos. El sufrimiento que se asocia a la justicia y al castigo de los
culpables de infringir la ley, no es
otra cosa que una venganza disfrazada, el “método genealógico” descubre detrás
de ese afán de justicia algo más que una voluntad de igualdad y una pureza de
sentimientos, por el contrario, subyace a esa aparente rectitud una sevicia y
un odio hacia el débil.
Infligir
el dolor mediante el castigo es una “fiesta” para los jueces y verdugos. No
basta con que se intente reparar físicamente el daño que podría haber
ocasionado el delincuente, se trata de proporcionar un castigo ejemplar y un
espectáculo para las masas que aúllan de
gozo cada vez que la justicia hace sonar su martillo. No hay detrás del castigo
ninguna intención simple de justicia o
de reparación material del daño. Se trata de ejercer la crueldad más allá de la
falta, de producir un daño permanente al autor de la fechoría y esconder detrás
de un noble sentido de la justicia y la bondad del espíritu, las huellas de la
maldad humana y la violencia que caracteriza las crueldades de la conducta de
la única especie animal capaz de venganza.
El
castigo en sí, no es el fin último del ejercicio de la justicia. Porque a final
de cuentas el castigo no es jamás ejemplar, puesto que nadie aprende en cabeza
ajena. Más aún... uno, cualquier desalmado, jamás en la historia se ha
tentado el corazón para dar rienda a sus
ímpetus criminales porque sepa que existe la ley, incluso la ley misma aparece
para este tipo de sujetos como una provocación para su apetito. La trasgresión
de la norma se convierte en un atractivo más para la infracción y aún sabiendo
cual es el castigo que le espera, quien decide convertirse en criminal lo hace
sin importar los resultados jurídicos o sociales que su pasión por la violación a la norma pueda producir.
El
castigo es, más bien, una oportunidad para saciar la propia agresión y crueldad
amparándose en el cumplimiento de un deber o una ley suprema, para henchir de
una sensación de poder a quien lo decreta y
lo ejerce. Detrás del drama del castigo no se compensa en modo alguno
ningún mal, ni remedia ninguna falta. Se celebra como un rito de sacrificio
primitivo como el que los aztecas celebraban a sus dioses que demandaban ríos
de sangre. No hay civilización detrás del castigo, ni tampoco “sentido de la
justicia”, o “moral verdadera”, el castigo es inmoral y terrorífico, engendra
más odio y más dolor del que, muchas veces, ha producido una falta.
Desde el punto de vista
nietzscheano, las ideas de Bien y Mal son del todo irrelevantes en su esencia,
lo que el hombre busca no son más que justificaciones para satisfacer el placer
erótico que brinda el castigo y la
satisfacción narcisista de sentirse protegido por el rebaño cuando se cumple
con la ley.
La conciencia y el deber
que soportan el castigo no son producto del discernimiento o de una cierta
capacidad humana “racional”. El castigo es una represalia producto del odio y
de una generalización loca que hace equivalentes el sufrimiento y la falta cometida. No se ocupa el juez de
comprender las circunstancias que llevan al delito sino que infracciona de
acuerdo a una norma arbitraria que puede llegar a cortar la mano del que roba,
sin importar que sea por hambre o por una intención malévola. Las cárceles
están llenas de presos que han llegado por obra y gracia de circunstancias
desfavorables, almas que jamás intentaron dañar al prójimo pero que han
infraccionado la ley y deben ser por tanto condenados al sufrimiento, a la
depravación de sus compañeros y la idea de su regeneración es lo que menos
importa. Las cárceles se convierten así en centros de capacitación para el
crimen y el odio. No importa si el infractor vuelve – o no – a la sociedad
dolido o transformado en un animal sediento de venganza al estilo Montecristo,
el castigo tiene la misión de infligir dolor y fuerza a los débiles de la
manera más dolorosa posible, la saña se disfraza de justicia y la maldad de
conciencia bondadosa.
La necesidad de crueldad
tiene muchas maneras de manifestarse.
Quizá la más refinada de todas es la llamada “conciencia culpable”. El sadismo
aquí toma por objeto al Yo y hace escarnio de éste. En el duelo y en la
melancolía podemos observar un ejemplo paradigmático de este odio profesado
hacia los otros y después vuelto sobre el sujeto para presentar una máscara hipócrita
de remordimiento autocrítico. En este
punto concuerdan Freud y Nietzsche de una manera sorprendente. La sagacidad
freudiana coincide con el método genealógico llendo a la raíz de la
trastocación de los valores y al origen de ese arrepentimiento y desasosiego.
Freud descubre tras de
los autoreproches y las culpas que el melancólico se inflinge un sadismo vuelto
contra sí, no hay detrás de ese arrepentimiento
supuestamente moral nada más que una incapacidad de infligir daño al
prójimo. De esta forma, el odio que originalmente había sido dirigido al objeto
exterior es vuelto hacia sí y el Yo se representa como noble, autocrítico y
cargado de culpa por faltas cometidas por el sujeto. Una mentira misericordiosa
más que al tratar de ocultar la voluntad de poder sacrifica al sujeto mismo en
beneficio de la máscara.
Llama la atención el
último párrafo de la frase citada: “...en el mismo Kant, el imperativo
categórico tiene un cierto relente de crueldad...” Quizá mi análisis tenga
el pecado de bordar demasiado sobre un simple párrafo, pero Nietzsche pareciera
en una sola frase querer demoler casi todo principio de la filosofía clásica
occidental,. La alusión refiere a ese concepto básico en la moral kantiana que
se expresa en una frase superyoica: “Obra de tal modo, que la máxima de tu
voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de legislación
universal”[2].
Entiendo la crueldad que Nietzsche señala, en el sentido de hacer universal un
principio, que valga por igual para los esclavos que para los amos sin
distinción de clase y echando de lado cualquier circunstancia atenuante o
excepcional que pudiera en un momento dado presentarse para la realización de
un acto único, singular e irrepetible. El deber parecería ser más importante
que la observación de la realidad compleja, cambiante y discontinua. Las
excepciones aquí no valen ni importan y nuevamente el sujeto ha de sacrificarse
siempre para sostener finalmente ante los otros su máscara de hipocresía. El
método genealógico va a la raíz de esta afirmación demostrando que nuevamente
importan más las apariencias y la obligación en un giro del sadismo contra el
sujeto que le obliga a sostener la ley a toda costa y domeñar la voluntad a la
opinión social, a la sanción común, convirtiendo así al sujeto en un títere sin deseo, víctima del tejido social
y que no puede permitirse nada que no esté permitido.
(Manuscrito encontrado en una vieja memoria USB).