Al comienzo del
otoño de 1885, Freud se presenta como neurólogo en el hospital de La
Saltpètriere, con cortes de tejido coloreados con plata, según un método de su
propia invención que habría desarrollado en el laboratorio, merced a sus
estudios con Meynert. Charcot, el gran maestro francés y amo de las histéricas,
posee una intuición que le empuja a confiar menos en los resultados de
laboratorio y no muestra ningún entusiasmo por la ofrenda del joven
investigador.
La concepción de
Charcot acerca de la génesis de las enfermedades "nerviosas", si bien
no era del todo clara, atribuía un magro papel a la exploración física del
paciente, adelantándose —en este sentido— a la idea de que detrás del cuerpo modificado
por el sufrimiento existe una dinámica no ligada a la physis, pero que sí una historia que puede ser develada a través de
la entrevista clínica.
Cierto es, que en
su teoría, el factor hereditario tiene aún un papel preponderante. Pero habría
que recalcar el hecho, que su tratamiento
moral del paciente, se juega en favor del aislamiento del sujeto de su
medio como elemento central de la terapéutica de la histeria, estableciendo un
nexo —quizá inadvertidamente— entre patología y entorno familiar, que bien
podríamos encontrar en los modernos enfoques anipsiquiátricos como el de Laing
(1992).
Charcot tiene el
mérito, de introducir a Freud al espectáculo —no otra cosa—, de la hipnosis. La
utilización de esta técnica para el maestro francés, no constituía del todo,
una estrategia terapéutica sino la manera de hacer saltar en resorte, un
fenómeno patológico. Esta operación podía recrearse a voluntad por el
hipnotista a través de la sugestión, pero no proporcionaba una cura definitiva
al enfermo, el cual regresaba a su síntoma en un abrir y cerrar de ojos. La
fascinación que ejercía sobre su público hacía que éste no tomara en cuenta
este detalle y los asistentes a su seminario aplaudían el acto, mezcla de
milagro y acto circense.
En su artículo
necrológico sobre el Charcot, Freud (1893) hace patente la deuda hacia su
mentor, especialmente en relación a su propia concepción de la teoría de la
escisión de la conciencia, que relaciona con el estudio de fenómenos cotidianos,
tales como la diferencia entre el sueño y la vigilia. Se anuncia en este
escrito el germen de conceptos claves en la teoría psicoanalítica, a saber:
"escisión" del Yo, "inconsciente" e
"identificación", pero aún estamos lejos de un abordaje
verdaderamente analítico del síntoma y las estructuras clínicas. Hasta ese
momento, a pesar de que le inquieta el discurso de sus pacientes, no posee aún
una clave que le acerque a comprender el enigma que se le plantea y las
soluciones que adopta de cara al sufrimiento que se le muestra, son de eminente
carácter empírico y sin significación epistemológica alguna.
En su Presentación
autobiográfica, Freud (1924) consigna:
Si uno quería vivir del tratamiento de enfermos
nerviosos, era evidente que debía de ser capaz de prestar alguna asistencia. Mi
arsenal terapéutico comprendía sólo dos armas: la electroterapia y la hipnosis,
puesto que enviarlos tras de una sola consulta al instituto de cura de aguas no
significaba un ingreso suficiente. En lo concerniente a la electroterapia, me
guiaba por el manual de W. Erb, que daba descripciones detalladas sobre el tratamiento
de las enfermedades nerviosas.
Al cabo de cierto
tiempo, se ve obligado a reconocer que todas las instrucciones y terapéutica
con las que se entregaba a sus pacientes, carecían de valor y que los éxitos curativos
—cuándo se obtenían— se debían únicamente a la sugestión que el médico ejerce
sobre el paciente, eso que hoy el saber médico denomina como "efecto
placebo". Estos hechos descorazonadores, no lo paralizan y aunque que
Freud siga aplicando los mismos tratamientos, sobre la posibilidad de encontrar
alternativas de cura. Más tarde, ante su
pen-pal Fliess, empieza a formular
teorías genésicas y estrategias de tratamiento.
Cuando entre 1887 y
1889 incluye —de manera continuada— la sugestión hipnótica en su arsenal
curativo, se opera un cambio en el esquema terapéutico. No pasará mucho tiempo
—mayo de 1889— para que la técnica aplicada con cierto rigor, sea la catártica,
pero su programa de tratamiento no sufrirá modificaciones sino hasta 1892.
Breuer le comunica al
principio de su trabajo conjunto, la forma de psicoterapia que ha ensayado con
Anna O., cuyo verdadero nombre sabemos que fue Bertha Pappenheim, mujer extraordinaria que por propios
méritos pasó a la historia, al parecer, también el único
caso probado de tratamiento cuya conducción de cura corrió a cuenta del
protector de Freud. Los síntomas de la enferma se disipaban cuando ella misma
encontraba su origen o explicación, ante el asombro del médico. La presentación
de las señales clínicas de ese caso de histeria y el interjuego con el
terapeuta, puede leerse hoy, como una relación en extremo erotizada de
fascinación embriagante mutua: el médico la visitó en varias ocasiones en su
casa y la relación con su paciente llegó a despertar fuertes celos en su
esposa.
Según Breuer, el
hecho clínico que se proyectaba en los síntomas, podía leerse como resultado de
la retención de algunos recuerdos. Dado que la preservación de esas memorias
era similar a la amnesia que se producía después de la hipnosis, eligió darles
el nombre de "estados hipnoides" a esos momentos de la conciencia —o
partes de ella— en las que las ideas no se asocian, permanecen aisladas y se
impresionan como una "retención histérica". Al lograrse que el
recuerdo se abra paso en la conciencia, se elimina el síntoma y se procede a
trabajar de la misma manera con cada uno de ellos, hasta que la paciente
adquiere una conciencia de su padecer, que le reintegra un dominio sobre sí
misma.
Las hipótesis y
estrategia de Breuer han pasado a la memoria popular como sinónimo de cura psicoanalítica. El mismo Freud, en
las conferencias dictadas en América (Freud 1909a), atribuye a Breuer el
invento del método psicoanalítico, en un gesto de rechazo a la paternidad de su
criatura que nos evoca a Voltaire desconociendo, por razones políticas, al
Cándido. El método Breuer dista, sin
duda, mucho de lo que Freud aplicará como "psicoanálisis" luego a sus
pacientes y se acerca más al modelo hitchcokiano que aparece como causa de los traumas de las
protagonistas del maestro del suspenso.
Varios textos
ilustran la evolución de Freud respecto al problema del síntoma que tiene desde
el principio como base una concepción de dinámica de fuerzas enfrentadas en
conflicto. Los fundamentos pueden consultarse en Las neuropsicosis de defensa (Freud, 1894), Los Estudios sobre la histeria (Freud, 1895), y las Nuevas observaciones sobre la neuropsicosis
de defensa (Freud, 1896). El escrito de 1894 acota:
De este modo, el yo logra liberarse de la contradicción;
pero se ha cargado con un símbolo mnémico que ocupa un lugar en la conciencia,
como una especie de parásito, ya en forma de inervación motriz irreductible, ya
de una sensación alucinatoria constantemente recurrente.
En el párrafo
anterior, vemos que el enigma del síntoma es resuelto como producto de una
metáfora que remite a un "símbolo mnémico" elemental, derivado de un
trauma patógeno o conflicto primario.
Con base en esta
concepción Freud —en esos primeros tiempos heroicos—, se propone dirigir la
abreacción como si se tratase de expulsar a la nociva taenia solium, causante de la parasitosis intestinal; incluso
podría irse más lejos en la metáfora, y la imagen que se vería es la del
exorcista tratando de sacar a los demonios del poseso. Su abordaje técnico
"deficiente" prefigura modalidades y recursos de "modernas
terapias", tales como la guestáltica, la del grito primario, etc.
Estrategias que hallan en la catarsis la fuente más profunda de su resorte
curativo, pero que complican su mecánica con intervenciones basadas en los sentimientos e intuiciones del
operador —en la clínica analítica eso tiene un nombre: contraactings— que complican a final de cuentas el universo inconsciente
del paciente, precipitando el progreso terapéutico hasta
arrojarlo fuera del trabajo perlaborativo. La curación no puede tener como base
la obtención de objetivos predeterminados, porque la noción de conflicto inconsciente, supone que en principio no sabemos el camino final que tomará la cura,
aunque podamos asegurar que la solución no será una sintomática que desconozca
el impulso de los deseos del paciente. El éxito de estas “nuevas técnicas” de
terapia breve, a mitad entre la intervención del chamán y el híbrido que por lo
común se nombra “psicoterapia psicoanalíticamente orientada” o “psicología
dinámica”, debe ser razonado. Quizá se deba, a que estas técnicas —inspirada la
última, en principios de la teoría analítica, pero desconociendo la esencia del
psicoanálisis mismo— alimentan la esperanza del paciente ante el sufrimiento, a
través del sojuzgamiento al consuelo de la voz de un nuevo Amo, que esta vez se
llama a sí mismo: sanador. Dueño que manipula el inconsciente del
paciente a fin de convertirlo en un negro que trabajará para la transferencia
sin descanso, de forma que jamás se alcanza, lo que Lacan llama la destitución
del sujeto supuesto a saber, disolución necesaria de la transferencia que se
alcanza al final del análisis.
La teoría que
sostiene estos modos de intervención terapéutica hace también, caso omiso, de
hallazgos problemáticos aportados por la investigación psicoanalítica: la doble
inscripción de la huella mnémica, la necesidad de una per-Iaboración, la
reacción terapéutica negativa, la fuga en la salud, el imperativo del goce
superyoico y, por supuesto, las laberintos de la introducción de la pulsión de la
muerte. Conceptos sin los cuales, la psicoterapia queda reducida al distinguido
arte de la conversación en el mejor de los casos, siendo la apertura de la caja
de Pandora la peligrosa alternativa en la que se puede precipitar al paciente.
Lacan (1960) ha
dicho con juicio, y no sin cierta dosis de ironía, que Freud carga —para bien y
para mal— sobre sus hombros todas las formas de psicoterapia emergidas del
siglo XX. El futuro de la terapia psicoanalítica no puede depender del
cumplimiento con patrones de eficiencia terminal, y sí del trabajo de
información que realicen los analistas hacia la sociedad sobre su
trabajo y las particularidades que éste implica.
El paciente, víctima
del sufrimiento, se acerca al análisis en busca de alivio. La demanda de
extracción del síntoma aparece como cardinal, desgraciadamente, nuestro quehacer
difiere de la respetable labor del dentista. Alertados por la experiencia
freudiana, los psicoanalistas sabemos que es necesario trascender la demanda y
olvidarse del síntoma si en verdad queremos curar. No es —sin embargo— inútil,
tener presente que el practicante analítico nunca debe olvidar que su labor no puede
alejarse del centro psicoterapéutico y que su práctica no puede ser montada
sobre la práctica forense o la filosofía deconstructiva. Puede parecer una
contradicción para los críticos del psicoanálisis, pero el analista tiene, a
veces, arrimar el hombro al paciente y más de una vez, sus intervenciones se
realizan contra la teoría fría: protegiéndolo en determinados momentos y soportando
sus momentos de crisis.
A diferencia del
saber médico, psiquiátrico y psicológico, el psicoanálisis busca des-situarse
del inventario formal de las marcas que se ofrecen a la mirada, a riesgo de
caer en la ceguera propia del goce del saber. En un afán de búsqueda de la
verdad del sujeto, establece una relación de epoché hacia el dato de la percepción, suspensión del juicio que
evitará la inscripción el paciente en un percentil, la clasificación de éste de
acuerdo con el semblante —es decir, el síntoma— dentro de un universo
psicopatológico.
La huella del
síntoma es la envoltura que señala la marca de lo imposible que Lacan denominó
como el registro de lo Real (Lacan, 1953a), por lo que —paradójicamente—, para
algunos sujetos este "quebranto" será lo más auténtico, lo más puro
de su discurso.
Desde Freud,
sabemos que el síntoma interroga, cuestiona, desafía al Otro. En la forma
propia que cada sujeto vive el inconsciente, el dolor de esta herida abierta
será a-venida (Pérez, 1994), "plus de goce" por la que se transite en
la búsqueda de la sola hora de la propia verdad. El analista se quiere más que
un intérprete del discurso del paciente, un facilitador de su propia palabra y
un acompañante, el psicoanálisis no es una hermenéutica, es una mayéutica.
En esta formación
de compromiso entre el deseo y la represión, vemos, de manera privilegiada, la
escisión propia del sujeto, fracturado en la búsqueda del llamado objeto @,
siempre en punto de fuga (Lacan, 1960).
En otras palabras,
la escucha abierta y sin prejuicios se antepone a la necesidad de
clasificación, más propia del zoólogo. La estructura, por otra parte, se
"revelará" poco a poco en esa suerte de insistencia propia llamada
compulsión a la repetición. Una de las críticas más fieras al psicoanálisis
apunta a su larga duración. Hay que decirlo claramente, los psicoanalistas no
caben en los parámetros de productividad de los esquemas de salud pública, tal
y como los concibe el neoliberalismo. La cura psicoanalítica no puede ahorrar
una cuota de sufrimiento al paciente y lo que necesita es tiempo. Hay que ser
paciente con los pacientes y los pacientes deben a su vez, ser pacientes con el
tratamiento. Muchos procedimientos terapéuticos son reconocidos a pesar de su
duración de mediano y largo plazo: los diabéticos, los hipertensos, los
cardiópatas, y los pacientes con los que se ensaya la ortodoncia, se quejan,
pero siguen las estrategias de ayuda médica porque confían en que sus
sacrificios y esfuerzos se verán recompensados. Sorprende que en el caso de la
vida emocional se exija al tratamiento efectos inmediatos y corta duración de
la cura. Comprendemos, los psicoanalistas, la urgencia de un especialista
médico que establezca un diagnóstico para proceder a delimitar una estrategia
de curación y hasta un pronóstico. Sin embargo, no podemos precipitamos en la
invención clínica, si no queremos desplegar un tratamiento puramente
sintomático y, por tanto, superficial.
En Recordar, repetir, reelaborar, Freud
(1914) plantea que la meta de la asociación libre es llenar las lagunas del
recuerdo y vencer las resistencias de la represión. Aclara que el analizante no
recuerda, en principio, nada de lo olvidado, sino que lo actúa. Repite, desde
luego, desconociendo que así lo hace. El neosíntoma,
que en este caso es la neurosis de transferencia, no debe eliminarse de golpe, es
una herramienta básica del análisis, que se sirve de esta poderosa ayuda para
proceder a la develación del fantasma fundamental y el esclarecimiento de la
relación del Sujeto con su deseo y el del Otro, asuntos que no necesariamente, desembocan
en el cambio de la estructura.
Los esfuerzos por
desaparecer el síntoma no harán sino incrementar las resistencias. Esto sucede,
porque esta trabazón, representa una solución fallida, pero al fin y al cabo
una solución, que permite la expresión de las fuerzas en conflicto del ser
particular que lo sostiene. Se trata de una postal reenviada al Otro para ser
entendida por lo que ella muestra, pero también por lo que en ella guarda
silencio. Quien recibe el mensaje es el analista, un destinatario particular
que es y al mismo tiempo no puede ser el destinatario final.
El síntoma provee,
asimismo, una forma de vincularse con esa mezcla pulsional inextricable llamada
goce, amalgama de dolor y placer. Lacan (citado por Matet, 1988) dice sobre
estos pacientes: "...Ellos no se contentan con su estado, pero sin
embargo, siendo tan poco contentadizos, se contentan". El goce está
"del lado del objeto" y se distingue así del lado del deseo. Freud
mismo, enuncia Lacan, habría establecido la equivalencia entre el síntoma y el
orgasmo, poniendo de manifiesto una relación compleja que los sitúa en una
misma clase.
No es entonces
casual que mientras otros abordajes terapéuticos se dediquen a suprimirlo —como
una errata a eliminar— y tanto más rápido mejor, el psicoanálisis lo considere
como una formación del inconsciente que debe ser escuchada y la que hay que dar
espacio. Su enunciación conducirá a un cambio de la posición subjetiva del
paciente con relación al deseo y la pulsión. Por ello, es tan importante no
caer en las precipitaciones propias del furor
curandis, que al no saber qué hacer con el síntoma lo atacan y arrojan a
una corriente de incesantes intercambios metonímicos, consagrando la práctica
del cirujano que a los rengos, los volvía inválidos.
El psicoanálisis
aborda este problema de una manera por demás curiosa. Su concepción de la
dirección de la cura se sostiene sobre una estrategia particular, que en algo recuerda
al legendario Sun- Tzu cuando afirma: “Los que son expertos en el arte militar
hacen que el enemigo acuda al campo de batalla y no se dejan atraer por él. Y
también: “Hay caminos que no se deben recorrer, tropas a las que no hay que
atacar, ciudades que no se deben sitiar y terrenos que no hay que disputarse.
"
La paradoja será
entonces, que aquello que no deja vivir tendrá que ser re-@-vivado con todos
los sinsabores del caso, hasta el despliegue final del cuerpo fantasmático que
sostiene lo Real del síntoma.
Así pues, esta
parte del goce no simbolizada, esta operación inacabada que llama a la
angustia, será la antesala de una revisión completa de las coordenadas
simbólicas del paciente con el corolario de que, pasado cierto punto, el
circuito de la repetición se quiebra.
Por supuesto, es
más fácil enunciar este desarrollo que recorrerlo. Algunos síntomas
difícilmente ceden por ocupar —dentro de la estructura del paciente—, una
función de anudarniento de los tres registros, similar a la del "nombre
del padre" (Fages, 1973). De esta manera, el síntoma operaría como un
suplemento que sostendría un equilibrio precario en cierto tipo de psicosis.
En el caso de la
neurosis, el síntoma pide ser librado a través de la reconducción al campo de
las palabras; es la posición de Lacan (1953b) y de nuestra experiencia:
"(...) Queda ya del todo claro que el síntoma se resuelve por entero en un
análisis del lenguaje, porque el mismo está estructurado como un
lenguaje".
Por otra parte,
conviene precisar que la relación entre síntoma y estructura no es lineal en el
psicoanálisis. Los factores dinámicos y económicos en juego, el poder de la
resistencia y las acciones defensivas no hacen suponer que el síntoma —en
ruptura con la lectura psiquiátrica— no se define como un signo (en el sentido
lingüístico) sino como un significante que debe ser interpretado, leído a
posteriori.
Afirma Cathérine
Millot (1984): "Ningún síntoma sella de por sí una estructura. El sentirse
mujer en el cuerpo de un hombre (o a la inversa), puede adquirir un sentido muy
diferente según el contexto".
Aun en el caso de fenómenos
como el delirio o la alucinación, sostenemos que no es posible reconocer su presencia
como sinónimo de la psicosis. Delirio y alucinación son formaciones frecuentes
o, por lo menos, imaginables de encontrar en la histeria, por ejemplo en los
casos de Anna O., Frau Cëcile M. y Frau Emmy Von M. (Freud, 1895), cuyos
historiales abundan en alucinaciones de serpientes, ratas muertas; o en la
neurosis obsesiva como en el caso del "Hombre de las ratas" (Freud,
1909b), el cuál mantenía la creencia delirante de que su padre se haría
presente entre las doce de la noche y la una de la madrugada, ocasión que
servía para que él dejase la puerta de la habitación abierta y, acto seguido,
fuese a contemplar su cuerpo desnudo y su pene en erección.
En el caso de este
obsesivo, el análisis se muestra erosionante respecto a dichas experiencias, al
mismo tiempo, que las explica en el sinfín de su devenir histórico-significante.
El fino trabajo de interpretación de Freud aleja cualquier sospecha de
psicosis, es decir, forclusión del nombre de Padre. Se trata, indudablemente,
de una neurosis, pues se mantiene la barra de significación entre significante
y significado. Este problema, más bien se caracteriza, por una cierta pérdida
de disposición de significantes. En contraposición, encontramos en la psicosis
una prepotencia significante característica, en donde lo que se juega no es un mal
acomodo simple de la cadena significante o la falta de un significante aislado,
sino un defecto de la propia articulación significante debida al rechazo del
nombre del Padre.
Quedaría por
considerar la alteridad siempre presente entre el Sujeto y el otro del análisis.
El posicionamiento como paciente, involucra la correlación con un Sosías sobre
el cual se realiza la identificación y que sirve de base a la demanda,
abriéndose así, espacio a la falla en la satisfacción inmediata requerida por
el analizante. Una vicisitud peligrosa es que ese otro acompañante, pueda
llegar a convertirse en un síntoma, en un ideal, al que el paciente se someta
con un espíritu de devoción religiosa, pues ese objeto @ puede muy bien servir
de eco de las exigencias superyoicas. En este juego de espejos el analista debe
saberse mover de tal forma que aparezca lo menos posible en el dispositivo
reflejante que constituye el análisis, su posición ideal es más que estar
detrás del paciente, conservarse siempre detrás del espejo.
Para concluir, subrayemos
que el psicoanalista, tocado por la experiencia freudiana y atento lector de
Lacan, prefiere la escucha pausada al diagnóstico inmediato, y se dedica a
utilizar las menos clasificaciones, optando por un modelo heurístico que
rechaza las prerrogativas de una desmesurada teoría psicopatológica o un
sistema de clasificación como el DSM IV, en favor de la existencia de
estructuras clínicas (neurosis, psicosis, perversión) determinadas por
fantasmas fundamentales, mecanismos de relación privados entre el Sujeto y el
objeto @ (objeto del deseo), que determinarán esquemas de sucesos, acciones y
sensaciones para una vida. No puede consagrarse síntomas fijos a tales
estructuras, ni consideramos al síntoma como ajeno al sujeto, razón por la cual
no tratamos de apresurar su cesura. Como en la medicina griega (Canguilhem,
1984), consideramos que la enfermedad, en este caso "mental", le
pertenece por completo y no sólo es desequilibrio sino esfuerzo de la
naturaleza, en el hombre, por obtener un nuevo equilibrio que desgraciadamente
es fallido.
Todas estas son
perspectivas no médicas, por lo menos, no en el sentido tradicional que le
concedemos a la práctica galena, hacen que algunos muchos pregunten: "¿Qué
trato esperar de un analista? A lo que responderemos con las enigmáticas
palabras de Lacan: "El trato que un analista supone".
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Publicado antes en: Psicología y Salud (U.V.)
No. 6. Nueva Época. Julio – diciembre de 1995.