En una sociedad propensa a la homogenización y a la objetivación como
una respuesta a aquello que no puede soportar y contener, surge el hospital
como depósito donde irán a parar los indeseables, aquellos “anormales” que no pueden responder a su propia existencia.
La segregación será la única respuesta
social y el manicomio el Lugar que va
a remplazar al asilo leprosario. Con las paredes ennegrecidas tras una combinación de lágrimas, sangre y
suciedad. Sobresale el olor fétido resultado de
la mezcla de sudor, excremento y
creolina. Transcurre la vida de los pacientes en el hospital con lo que
aparece como una amarga calma
contenida en una estructura
asilar compuesta por barrotes, cadenas, argollas y
ataduras. Camina aprisa la maquinaria
capitalista sin detenerse a
escuchar el murmullo o el silencio del alienado. Aislado o agitado con las
ropas rasgadas, la mirada extraviada y el semblante doliente deambulan por los
pasillos húmedos y obscuros cargando pecado, sinrazón y culpa.
Así se organizará un
campo de batalla en la que el loco no puede ni ganar ni del que podrá
escapar. En primer lugar, porque debe reconocer su locura, en segundo lugar
porque ese reconocimiento lo hace víctima de una situación de disparidad ante
el orden médico.
De lado de la institución se
encontrará el psiquiatra, rígido
representante del poder, del cual
dependerá sostener el orden asilar, que se ejerce a través de relevos. El
exceso de control sobre los cuerpos, en
una arquitectura de encierro con medidas administrativas crueles
y discursos disciplinarios presenta
al hospital psiquiátrico como un dispositivo de control social.
Las enfermeras serán las esclavas sumisas del orden psiquiátrico a través de sus actos que les posicionan como
representantes del poder y la ley
médica. Es una disciplina severa donde
oscilarán las amenazas, el control, y la vigilancia extrema, propias de una madre
castrante.
El horario del hospital ordena que la
medicina en la boca les sea vaciada por el pecho malo kleiniano que es la
institución, imponerle los temas
terapéuticos a abordar, obligarlos a hablar o callar. Sostener horarios
inamovibles serán medidas de tratamientos que llevaran a eliminar
la individualidad.
La enfermera se complementará con un
cuerpo instrumentado compuesto por cuidadores y vigilantes, que refuerzan la
imagen carcelaria del encierro. Serán capaces de someter y suprimir a los
alienados. Ejercerán el control de los cuerpos tras métodos crueles de
sujeción, sedación, las terapias de electroshock que aún llegan a usarse, a fin
de que el enfermo se doblegue y vaya perdiendo ímpetu y emotividad.
Pinel logró liberar a los insensatos de las cadenas y la
animalidad en el siglo XVIII, lo que quizá no contempló Pinel, es que los
liberaría de las cadenas pero no los sacaría fuera de la prisión llamada
manicomio. Junto con un grupo de pensadores médicos del siglo XIX entre
los que se cuenta su alumno Esquirol, constituye un pensamiento radical que marca
los principios metodológicos de una tradición de la que no nos hemos
desprendido, los locos siguieron atados de otras maneras más sutiles y más
difíciles de detectar, porque supuestamente todas las medidas se hacen en
beneficio de ellos.
Heredero de una tradición nominalista,
consideraba que el conocimiento es un proceso que se asienta en la observación
empírica, la cual da cuenta de la realidad, más que constituirla. Por lo que
deberá agrupar, y clasificar en función
de analogías y diferencias los fenómenos observables. Así, constituirá clases, géneros y especies. Ese
gesto de observar y clasificar síntomas, desembocará en una nosografía. Un saber supuestamente preciso, pero a final
de cuentas, limitado sobre los fenómenos observables. Condición que dará a la
locura una consideración histórica de un “espíritu de orden” empírico y
aplicado al desorden de la insanía mental. Donde la observación pura será
la finalidad última del conocimiento y a veces, de la cura misma.
El tratamiento moral de la locura será el
legado de Pinel, por lo que el loco
se encontrará siempre en deuda con el psiquiatra
y desde la primera mirada, veremos que
el médico siempre tendrá una
posición privilegiada de poder. Así vamos a percibir a un psiquiatra distante
que solo observará al paciente como un objeto de estudio.
El médico tendrá su oficina aparte. Jamás
entrará a los pabellones y desde su torre en alto, observará la vida de los
pacientes e impondrá su autoridad paternal proponiéndose como imago
superyoica, que se impondrá al loco –
debe ser “modelo” así lo refiere Pinel en su Tratado medico filosófico – para evaluar su inclusión o
exclusión social. Pero el resultado
final debe ser hacer un sujeto conforme a las reglas, a partir del ejercicio de normalizar.
Así el legado de Pinel será el tratamiento
moral que privilegiará la mirada ante la escucha; aquél que obliga a los
colaboradores del hospital a tratar al enfermo como un niño, que será
favorecido con horas elaborando piñatas o manualidades, haciendo rompecabezas, viendo películas
infantiles o la serie completa de Cantinflas, suministrándole las horas de
televisión, poniéndolo a hacer calistenia, condicionándoles las visitas o salidas del
hospital; imponiéndole una conciencia
de enfermedad que no es otra cosa que de inferioridad y sumisión. Cuando el
loco asume que está enfermo y que el manicomio
es su espacio de pertenencia que no puede evitar, cuando sabe que debe cargar con una
enfermedad que trae consigo como estigma de por vida, se asume que ha llegado
la cura y es ahí cuando podrá ser dado de alta. El sistema ha triunfado
doblegando la voluntad humana y la particularidad del internado.
Tras un interrogatorio inútil donde a
través de diferentes pruebas, se va a evaluar objetivamente la memoria a corto
plazo, el transcurso del pensamiento, las semejanzas y diferencias en refranes
u objetos, así como el nivel de insight, el tan previsible carácter iatrogénico
y supresivo de la psiquiatría se hace
manifiesto.
El
alienado no será considerado más que un desecho social o un infectado,
como antes lo era el leproso. El hospital es una cárcel y los profesionales
de “salud mental” (psicólogos, camilleros, trabajadores sociales, talleristas, psiquiatras, enfermeros, cuidadores y vigilantes), son más que alienistas:
custodios judiciales. El empleado más valorado, será aquel, que
como en el circo, sea el mejor adiestrador y el que más animales amaestrados
acumule; aquellos que cómo la haría la enfermera Ratched (One flew over the Cokoo’s
nest, 1975), vendan su vida al hospital y como perros fieles se convierta en
los ojos de la mirada de la institución.
La locura y la cordura será una línea gruesa, trazada con gis borroso entre empleados e internados. Pues: ¿Cómo pensar que el médico, la enfermera o el policía, no posean una patología que les permite ignorar, desdeñar y aplastar al otro? Conozco el caso del un reputado psiquiatra de cierto hospital psiquiátrico que abofeteó a un paciente por las cosas que le decía.
La locura y la cordura será una línea gruesa, trazada con gis borroso entre empleados e internados. Pues: ¿Cómo pensar que el médico, la enfermera o el policía, no posean una patología que les permite ignorar, desdeñar y aplastar al otro? Conozco el caso del un reputado psiquiatra de cierto hospital psiquiátrico que abofeteó a un paciente por las cosas que le decía.
La respuesta no es fácil y la insumisión
al poder no puede ser el único criterio de salud, tampoco lo puede ser el
dañarse a sí mismo o los otros. Respuestas acabadas no hay éstos hechos
complejos, pues la locura “es un acontecimiento social y no de individuos
aislados” como nos lo dijo alguna vez,
Juan Carlos Plá.
Durante mi experiencia profesional en
hospitales psiquiátricos, fui testigo de los abusos que se vive en ese encierro, observé que la salud
mental en nuestro país es un tema que no ocupa ni interesa a nuestras
autoridades, que la mayoría del presupuesto va encaminado a otras áreas como la
epidemiología, las adicciones, la
llamada “salud pública” o programas que
ni siquiera están vigentes pero que
suenan bien en términos políticos.
Asimismo, que nuestra profesión de
psicólogos, se basa en convertirnos en fieles auxiliares de la psiquiatría,
reduciéndonos a la clinimetría, psicometría y estadigrafía que conceden al
número un valor de verdad mágica, de hecho fehaciente sin cuestionamiento. La
cura se basa en una terapia sintomática donde se privilegiara a la cantidad y
no la cualidad, dónde importara cubrir con
números una cuota asalariada similar a la de producción en una fábrica
de zapatos o chocolates, en lugar de
responder a necesidades de una comunidad y un sujeto sufriente donde su
padecimiento pediría más bien la comprensión y la búsqueda de un sentido.
Me tocó ver cómo los pacientes sacan
comida de la basura, Que su dignidad y
voluntad es pisoteada. Vi pacientes deambular descalzos, sin ropa interior o
toallas sanitarias. Observé su vida transcurrir entre el hacinamiento y la
pobreza social en reclusión. La imposición es la que rige siempre la cura
y aquellos que reniegan de la
autoridad, deberán de ser sometidos a un
dominio de poder que poco a poco irá desgastando su físico, su integridad moral
y mental. La locura será sinónimo de pecado y el encierro es el Infierno
merecido para vivir el resto de su vida como si fuese la eternidad después de
la muerte. Los pacientes serán
abandonados por la familia y la sociedad, en un sistema carcelario que poco a poco lograra asesinar, desintegrar su alma.
La tarea del manicomio enajena al sujeto sufriente,
haciéndolo inútil y seriado, perteneciente a una empresa cara e improductiva
que lo conduce a la cronicidad. La
relación saber-poder estará íntimamente ligada entre el aparato judicial y el
manicomio. Es un mundo desolado, dónde el enfermo mental yace en el encierro,
expuesto a toda suerte de abusos, sometido al poder de un saber médico
omnipotente, que se ha dado en llamar psiquiatría. La institución reglada
requiere de un individuo disciplinado por lo que será necesario normalizarlo,
evaluarlo, codificarlo, y observarlo
Todos los instrumentos son armas para la opresión del loco y su historia, la locura estará, por otro lado,
ligada a un horizonte de pobreza, la improductividad, la inadaptación social,
se ha convertido en un problema moral,
de dimensiones éticas. Confinado bajo una actitud distintiva de indiferencia
que solo será reglada por etiquetas, el loco desfallece.
El psicoanálisis ha tenido avances
importantes a la fecha, pues desde el inicio Freud ha dado un papel
importante a la infancia, la
imaginación, la historia y palabra del sujeto, lo que ha venido a abrir una
esperanza a aquellos que solo han sido abordados desde una perspectiva
organicista. La clínica psiquiátrica ha olvidado que el fin de la cura es
restituir al hombre sufriente a su cualidad de sujeto: dueño de su palabra y de
su historia. El interés que tiene Freud desde los inicios y su ruptura que tiene con la simple
anatomía en el Proyecto de una
psicología para neurólogos nos invita a
mirar a cada caso como producto de una historia particular, familiar, de
un entretejido de tres o más generaciones. Cómo un sujeto dueño de su historia
y su decir, con plenos derechos que se encuentra agobiado por el sufrimiento
pero también puede acceder a la palabra.
El delirio, en el cual vemos el producto de la enfermedad, es en
realidad una tentativa de curación; la
locura seria una reconstrucción fallida. Una alternativa sufriente a una
realidad a la cual, el loco ha intentado escapar. La tarea del los terapeutas
debería ser escuchar y atender ese dolor añejo que no debiera causar, miedo,
angustia, asco, desesperación o ansias
de imposición.
El asilo reduce las diferencias, reprime
los vicios y borra las irregularidades. Castigará todo aquello que se oponga a
las virtudes esenciales de la sociedad: la inmoralidad, la extrema perversidad
de las costumbres, la ebriedad o la galantería indiscriminada, la incoherencia,
la pereza, el satirismo, y la masturbación excesiva. A estos males, se agregará
posteriormente, el intento de suicidio, la prostitución y la homosexualidad.
Estas son las figuras por excelencia de la sin razón y se relacionan con la
figura de la decadencia social que más tarde será substituida por la
depravación.
Con Foucault entendemos que “enfermedad
mental” y “locura”, son dos configuraciones diferentes que, desde el siglo XVII
hasta ahora, se han reunido y confundido una con otra.
Aunque la medicina y en concreto la
psiquiatría, intente quitar las aristas más aterradoras a la insania mental
reduciéndola a una trastorno biológico, genético, neurológico, a desequilibrios
electroquímicos del sistema nervioso, el halo poético lírico en torno a la
enfermedad persistirá, porque en ella hay también algo irreducible al dominio
de la razón y que anticipa el vacío de la muerte.
Ciertos procedimientos médicos radicales
como la lobotomía de Freeman, la hidroterapia con agua fría, y hasta los
electroshocks, están más cerca de la terrible Inquisición que de un verdadero
sentido terapéutico.
Michel Foucault en particular, es muy
severo en su análisis del poder psiquiátrico, nos referimos a su curso de 1973
– 74 y al seminario de 1974 – 75 sobre Los Anormales en el contexto de sus
obligaciones del Collège du France, allí hace patente la relación entre espacio
asilar y orden disciplinario. La internación y la asistencia, los informes
sobre el alienado son modos de control social que no disimulan su relación con
una matriz jurídico - política específica surgida de la razón occidental, y no
sólo del capitalismo. Debemos recordar, en este sentido, que la disidencia
política y la homosexualidad fueron motivos de encierro psiquiátrico y persecución
en la, hasta hace poco desaparecida, Unión Soviética.
En el mundo médico, la hipnosis, el
tratamiento moral, la sugestión, han sido substituidos por los antidepresivos,
los antipsicóticos (no se trata de negar la importancia de medicar adecuadamente a los pacientes, pero se hace hasta el exceso) y toda la farmacopea mágica que intenta borrar la
incoherencia y el afecto desordenado del sujeto, a esto se le llama progreso.
El paso del psicoanálisis por la psiquiatría ha querido ser borrado en nuestro país, y en otros contextos culturales, vivimos en la época del café instantáneo, de la fast food y de la prét a porter. Por tanto se esperan resultados rápidos: ¿Me aqueja el insomnio? Pues tengo a mano el Lozopil ¿Me abandona la mujer que quiero? Para no deprimirme ingiero Prozac ¿Mi hijo tiene el tan mentado y cuestionado Déficit de atención e hiperactividad? Debe tomar Catapres. Las causas de todos éstos síndromes no se cuestionan para nada. El resultado triste es la creación de zombies dependientes de su medicación, el tratamiento en este caso se convierte en rito sacrificial y expiación de la culpa de terceros.
El paso del psicoanálisis por la psiquiatría ha querido ser borrado en nuestro país, y en otros contextos culturales, vivimos en la época del café instantáneo, de la fast food y de la prét a porter. Por tanto se esperan resultados rápidos: ¿Me aqueja el insomnio? Pues tengo a mano el Lozopil ¿Me abandona la mujer que quiero? Para no deprimirme ingiero Prozac ¿Mi hijo tiene el tan mentado y cuestionado Déficit de atención e hiperactividad? Debe tomar Catapres. Las causas de todos éstos síndromes no se cuestionan para nada. El resultado triste es la creación de zombies dependientes de su medicación, el tratamiento en este caso se convierte en rito sacrificial y expiación de la culpa de terceros.
En este sentido, establecer los límites claros entre cordura y locura es un intento finalmente destinado al fracaso, puesto
que el loco y el cuerdo nunca terminan por separarse. La locura forma parte del
mundo moderno y consiste en un núcleo irreducible, el corazón de la naturaleza
humana.
Después de todo, muchos somos juzgados, condenados, clasificados,
obligados a competir, destinados a vivir de un cierto modo o a morir en función
de unos discursos verdaderos que conllevan efectos específicos de poder, y
quizá deberíamos intentar, como el loco
lo intenta, rasgar nuestras ataduras y sujeciones; emanciparnos, ser autónomos,
soberanos de nuestra propia existencia, son sueños que no siempre cumplimos,
nos gusta lamer la coyunda cuando estamos acomodados a las circunstancias.