Ofrezco a ustedes para su revisión crítica un clásico...
OBSERVACIONES SOBRE LA FUNCIÓN DEL LENGUAJE EN EL DESCUBRIMIENTO FREUDIANO.
En la medida en que el psicoanálisis aspira a plantearse como ciencia, hay razón para pedirle cuentas de su método, de sus pasos, de su proyecto, y compararlos con los de las "ciencias" reconocidas. Quien desee discernir los procedimientos de razonamiento sobre los que descansa el método analítico desemboca en una verificación singular. Del trastorno registrado hasta la curación, todo ocurre como si no interviniese nada de material. Nada se practica que se preste a una verificación objetiva. No se va estableciendo, de una inducción a la siguiente, esa relación de causalidad visible que buscamos en un razonamiento científico. Cuando -a diferencia del psicoanalista- el psiquiatra intenta remitir el trastorno a una lesión, al menos su itinerario tiene el aire clásico de una búsqueda que se remonta a la "causa" para tratarla. Nada parecido en la técnica analítica. Para quien no conoce el análisis más que en las relaciones que Freud ofrece (es el caso del autor de estas páginas) y para quien considera menos la eficacia práctica, que aquí no está en tela de juicio, que la naturaleza de los fenómenos y los nexos en que son planteados, el psicoanálisis parece distinguirse de toda otra disciplina. Principalmente en esto: el analista opera sobre lo que el sujeto le dice. Lo considera en los discursos de éste, lo examina en su comportamiento locutorio, "fabulador", y a través de estos discursos se configura lentamente para él otro discurso que le tocará explicitar, el del complejo sepultado en el inconsciente. De sacar a luz tal complejo depende el éxito de la cura, lo cual atestigua a su vez que la inducción era correcta. Así del paciente al analista y del analista al paciente, el proceso entero es operado por mediación del lenguaje.
Es esta relación la que merece atención y distingue propiamente este tipo de análisis. Enseña, nos parece, que el conjunto de los síntomas de naturaleza diversa que el analista encuentra y escruta sucesivamente son el producto de una motivación inicial en el paciente, inconsciente al principio, a menudo traspuesta a otras motivaciones, conscientes éstas y generalmente falaces. A partir de esta motivación, que se trata de descubrir, todas las conductas del paciente se iluminan y encadenan hasta el trastorno que, a ojos del analista, es a la vez conclusión y sustituto simbólico. Discernimos aquí, pues, un rasgo esencial del método analítico: los "fenómenos" son gobernados por una relación de motivación, que ocupa aquí el lugar de lo que las ciencias de la naturaleza definen como una relación de causalidad.
Nos parece que si los analistas admiten este punto de vista, el estatuto científico de su disciplina, en su particularidad propia, así, como el carácter específico de su método, quedarán mejor establecidos.
Hay una señal neta de que la motivación carga aquí con la función de "causa". Es sabido que el camino seguido por el ana1ista es enteramente regresivo, y que aspira a provocar 1a emergencia, en el recuerdo y en e1 discurso del paciente, del dato fáctico a cuyo alrededor se ordenará en adelante la exégesis analítica del proceso mórbido. De suerte que el analista va en pos de un dato "histórico" escondido, desconocido, en la memoria del sujeto, consienta o no éste en "reconocerlo" e identificarse con él. Se nos podría objetar entonces que este resurgimiento de un hecho vivido, de una experiencia biográfica, equivale precisamente al descubrimiento de una "causa". Pero se ve en el acto que el hecho biográfico no puede cargar él solo con el peso de una conexión causal. Primero, porque el analista no puede conocerlo sin ayuda del paciente, único que sabe "lo que 1e ocurrió". Aunque pudiera, no sabría qué valor atribuir al hecho. Supongamos incluso que, en un universo utópico, el analista consiguiera descubrir, en testimonios objetivos, el rastro de todos los acontecimientos que componen la biografía del paciente: seguiría sin sacar en claro gran cosa, y no, salvo por feliz accidente, lo esencial. Pues si le es preciso que el paciente le cuente todo y aun que hable al azar y sin propósito definido, no es para encontrar un hecho empírico que no haya quedado registrado en ninguna parte sino en la memoria del paciente: es que los acontecimientos empíricos no tienen realidad para el analista más que en y por el "discurso" que les confiere la autenticidad de la experiencia, sin importar su realidad histórica, y aun (más valiera decir: sobre todo) si el discurso elude, traspone o inventa la biografía que el sujeto se atribuye. Precisamente porque el analista desea revelar las motivaciones más que reconocer los acontecimientos. La dimensión constitutiva de esta biografía es que es verbal izada y así asumida por quien la narra como suya; su expresión es la del lenguaje; la relación del analista con el sujeto, la del diálogo.
Todo anuncia aquí el advenimiento de una técnica que hace del lenguaje su campo de acción y el instrumento privilegiado de su eficiencia. Pero surge entonces una cuestión fundamental: ¿cuál es pues este "lenguaje" que actúa tanto como expresa? ¿Es idéntico al que se emplea fuera del análisis? ¿Es solamente el mismo para las dos partes? En su brillante memoria sobre la Función y el campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis, el doctor Lacan dice del método analítico (p. 103): "Sus medios son los de la palabra en tanto que ésta confiere a las funciones del individuo un sentido; su dominio es el del discurso concreto en tanto que realidad transindividual del sujeto; sus operaciones son las de la historia en tanto que constituye la emergencia de la verdad en lo real." A partir de estas justas definiciones, y ante todo de la distinción introducida entre los medios y el dominio, es posible intentar delimitar las variedades del "lenguaje" que están en juego.
En primera instancia, encontramos el universo de la palabra, que es el de la subjetividad. A lo largo de los análisis freudianos enteros se percibe que el sujeto se sirve de la palabra y del discurso para "representarse" él mismo, tal como quiere verse, tal como llama al "otro" a verificarlo. Su discurso es llamado y recurso, solicitación a veces vehemente del otro a través del discurso en que se plantea desesperadamente, recurso a menudo mentiroso al otro para individualizarse ante sus propios ojos. Por el mero hecho de la alocución, el que habla de sí mismo instala al otro en sí y de esta suerte se capta a sí mismo, se confronta, se instaura tal como aspira a ser, y finalmente se historiza en esta historia incompleta o falsificada. De modo que aquí el lenguaje es utilizado como palabra, convertido en esta expresión de la subjetividad apremiante y elusiva que forma la condición del diálogo. La lengua suministra el instrumento de un discurso en donde la personalidad del sujeto se libera y se crea, alcanza al otro y se hace reconocer por él. Ahora, la lengua es estructura socializada, que la palabra somete a fines individuales e intersubjetivos, añadiéndole así un perfil nuevo y estrictamente personal. La lengua es sistema común a todos; el discurso es a la vez portador de un mensaje e instrumento de acción. En este sentido, las configuraciones de la palabra son cada vez únicas, pese a realizarse en el interior y por mediación del lenguaje. O sea que hay antinomia en el sujeto entre el discurso y la lengua.
Pero para el analista la antinomia se establece en un plano muy diverso y adquiere otro sentido. Ha de atender al contenido del discurso, mas no menos, y sobre todo, a los desgarrones del discurso. Si el contenido lo informa acerca de la representación que el sujeto se da de la situación y acerca de la posición que en ella se atribuye, busca, a través de este contenido, uno nuevo, el de la motivación inconsciente que procede del complejo sepultado. Más allá del simbolismo inherente al lenguaje, percibirá un simbolismo específico que se constituirá, a despecho del sujeto, tanto a partir de lo que omite como de lo que enuncia. Y en la historia en que el sujeto se coloca, el analista provocará la emergencia de otra historia, que explicará la motivación. Tomará así el discurso como trujamán de otro "lenguaje", que tiene sus reglas, sus símbolos y su "sintaxis" propios, y que remite a las estructuras profundas del psiquismo.
Al señalar estas distinciones, que requerirían abundantes desenvolvimientos, pero que sólo el analista podría precisar y matizar, quisiéramos sobre todo aclarar ciertas confusiones que se correría el riesgo de establecer en un dominio en donde es ya difícil saber de qué se habla cuando se estudia el lenguaje "ingenuo" y en donde las preocupaciones del análisis introducen una dificultad nueva. Freud ha alumbrado decisivamente la actividad verbal tal como se revela en sus desfallecimientos, en sus aspectos de juego, en su libre divagación cuando queda suspendido el poder de censura. Toda la fuerza anárquica que refrena o sublima el lenguaje normalizado tiene su origen en el inconsciente. Freud ha observado también la afinidad profunda entre estas formas del lenguaje y la naturaleza de las asociaciones que se establecen en el sueño, otra expresión de las motivaciones inconscientes. Se vio conducido así a reflexionar sobre el funcionamiento del lenguaje en sus relaciones con las estructuras infraconscientes del psiquismo, y a preguntarse si los conflictos que definen tal psiquismo no habrían impreso su huella en las formas mismas del lenguaje.
Planteó el problema en un artículo publicado en 1910 y titulado El doble sentido antitético de las palabras primitivas. En el punto de arranque hay una observación esencial de su Traumdeutung acerca de la insensibilidad a la contradicción que caracteriza a la lógica del sueño: "La conducta del sueño con respeto a la antítesis y a la contradicción es altamente singular. De la contradicción prescinde en absoluto, como si para él no existiera el 'no', y reúne en una unidad las antítesis o las representa con ella. Asimismo se toma la libertad de representar un elemento cualquiera por el deseo contrario al mismo, resultando que al enfrentarnos con un elemento capaz de contrario no podemos saber nunca al principio si se halla contenido positiva o negativamente en las ideas latentes" (1). Pues bien, Freud creyó hallar en un estudio de K. Abel la prueba de que "la práctica indicada de la elaboración del sueño coincide con una peculiaridad de las lenguas más antiguas". Luego de reproducir algunos ejemplos, pudo concluir: "En la coincidencia entre la peculiaridad de la elaboración de los sueños, expuesta al principio del presente trabajo, y la práctica de las lenguas, más antiguas, descubierta por los filólogos, debemos ver una confirmación de nuestra tesis del carácter regresivo y arcaico de la expresión de los pensamientos en el sueño. Y a nosotros, los psiquiatras, se nos impone, como una hipótesis irrechazable, la de que comprenderíamos mejor y traduciríamos más fácilmente el lenguaje de los sueños si conociéramos mejor la evolución del lenguaje hablado." (2)
Existe el riesgo de que la autoridad de Freud haga que esta demostración pase por cosa establecida, o en todo caso acredite la idea de que habría aquí una sugestión de investigaciones fecundas. Se habría descubierto una analogía entre el proceso del sueño y la se- mántica de las lenguas "primitivas", en las que un mismo término enunciaría una cosa y también su contrario. Parecería abierto el camino a una investigación que buscase las estructuras comunes al lenguaje colectivo y al psiquismo individual. Ante semejante panorama, no está de más indicar que hay razones de hecho que quitan todo crédito a las especulaciones etimológicas de Karl Abel que sedujeron a Freud. No es cosa aquí ya de manifestaciones psicopatológicas del lenguaje, sino de los datos concretos, generales, verificables, proporcionados por lenguas históricas.
No es azar que ningún lingüista preparado, ni en la época en que Abel escribía (ya los había en 1884), ni luego, haya aceptado este Gegensinn der Urworte en su método ni en sus conclusiones. Es que si se pretende remontar el curso de la historia semántica de las palabras y restituir su prehistoria, el primer principio de método es considerar los datos de forma y de sentido sucesivamente atestiguados en cada época de la historia, hasta la fecha más antigua, y no considerar una restitución sino a partir del punto último que nuestra indagación logre alcanzar. Este principio rige otro, relativo a la técnica comparativa, que es el de someter las comparaciones entre lenguas a correspondencias regulares. K. Abel opera sin cuidarse de estas reglas y junta todo lo que se parece. De una semejanza entre una palabra alemana y otra inglesa o latina de sentido diferente o contrario, concluye una, relación original por "sentidos opuestos", desdeñando todas las etapas intermedias que justificarían la divergencia, de haber parentesco efectivo, o echarían por tierra la posibilidad de dicho parentesco demostrando que tienen diferente origen. Es fácil demostrar que ninguna de las pruebas alegadas por Abel puede conservarse. Para no alargar esta discusión, nos limitaremos a los ejemplos tomados de lenguas occidentales, que pudieran confundir a lectores no lingüistas.
Abel da una serie de correspondencias entre el inglés y el alemán, que Freud recoge como muestra de los sentidos opuestos, entre una lengua y otra, y entre los cuales se apreciaría una "transformación fonética con vistas a la separación de los contrarios". Sin insistir por el momento en el grave error de razonamiento disimulado tras esta sencilla observación, conforn1émonos con rectificar las confrontaciones. El antiguo adverbio alemán bass, "bien", está emparentado con besser, pero no tiene nada que ver con bös, "malo", al igual que en antiguo inglés bat, "bueno, mejor", carece de relación con badde (hoy bad), "malo". El inglés cleave, "hender", no responde en alemán a kleben, "pegar", como dice Abel, sino a klieben, "hender" (cf. Kluft). El inglés lock, "cerrar", no se opone al alemán Lücke, Loch, sino que, por el contrario, hace juego, pues el sentido antiguo de Loch es "retiro, lugar cerrado y oculto". El alemán stumm significa propiamente "paralizado (de la lengua) ", se vincula a stammeln, stemmen, y no tiene nada en común con Stimme, que ya significa "voz" en su forma más antigua, gótico stibna. Asimismo, el latín clam, "secretamente", se liga a celare, "ocultar", de ningún modo a clamare, etc. Otra serie de pruebas igual de erróneas extrae Abel de ciertas expresiones que se toman en sentidos opuestos en una misma lengua. Tal sería el doble sentido del latín sacer, "sagrado" y "maldito". Aquí la ambivalencia de la noción no debiera sorprendemos ya, luego de que tantos estudios sobre la fenomenología de lo sagrado han trivializado su radical dualidad: en la Edad Media, un rey y un leproso eran ambos, al pie de la letra, "intocables", pero no se sigue que sacer encierre dos sentidos contradictorios; son las condiciones de la cultura las que han determinado ante el objeto "sagrado" dos actitudes opuestas. La doble significación que se atribuye al latín altus, como "alto" y "profundo", se debe a la ilusión que nos hace tomar por necesarias y universales las categorías de nuestra propia lengua. Incluso en francés [o en español] hablamos de la "profundidad" del cielo o de la "profundidad" del mar. Más precisamente, la noción de altus se evalúa en latín en dirección de abajo arriba, es decir subiendo desde el fondo del pozo, o árbol arriba, desde el pie, sin considerar la posición del observador, en tanto que "profundo" en francés [o español] se define en direcciones opuestas a partir del observador hacia el fondo, ya sea el fondo de un pozo o el del cielo. Nada hay de "original" en estas variadas maneras de construir lingüísticamente nuestras representaciones. Ni tampoco es en "los orígenes del lenguaje" donde hay que buscar la explicación del inglés with-out, sino bien modestamente en los orígenes del inglés. Al contrario de lo que Abel creyó -y hay quien sigue creyendo-, with-out no encierra las expresiones contradictorias "con sin"; el sentido propio de with es aquí "contra" (cf. with-stand) y señala pulsión o esfuerzo en una dirección cualquiera. De ahí with-in, "hacia el interior", y with-out, "hacia el exterior", de donde "afuera, sin". Para comprender que el alemán wider signifique "contra" y wieder (con una sencilla variación de grafía) signifique "de regreso", basta con pensar en el mismo contraste aparente de re- en francés entre re-pousser y re-venir [o en español re-peler y re-tornar]. No hay en todo esto ningún misterio y la aplicación de reglas elementales disipa tales espejismos.
Más con esto se desvanece la posibilidad de una homología entre las vías del sueño y los procedimientos de las "lenguas primitivas". Aquí la cuestión tiene dos aspectos. Uno concierne a la "lógica" del lenguaje. En tanto que institución colectiva y tradicional, toda lengua tiene sus anomalías, sus faltas de lógica, que traducen una disimetría inherente a la naturaleza del signo lingüístico. Pero no deja por ello la lengua de ser sistema, de obedecer a un plan específico, y de estar articulada por un conjunto de relaciones susceptibles de cierta formalización. El trabajo lento pero incesante que se opera en el interior de una lengua no procede al azar, afecta a aquellas de las relaciones o de las oposiciones que son o no son necesarias, de suerte que se renueven o multipliquen las distinciones útiles a todos los niveles de la expresión. La organización semántica de la lengua no escapa a este carácter sistemático. Es que la lengua es instrumento para ordenar el mundo y la sociedad, se aplica a un mundo considerado "real" y refleja un mundo "real". Pero aquí cada lengua es específica y configura el mundo a su manera propia. Las distinciones que cada lengua manifiesta deben referirse a la lógica particular que las sostiene, y no ser sometidas de buenas a primeras a una evaluación universal. A este respecto, las lenguas antiguas o arcaicas no son ni más ni menos singulares que las que hablamos nosotros; únicamente tienen la singularidad que prestamos a los objetos poco familiares. Sus categorías, orientadas de modo distinto que las nuestras, no por ello dejan de tener coherencia. De manera que es a priori improbable -y el examen atento lo confirma- que tales lenguas, por arcaicas que se las suponga, escapen al "principio de contradicción" afectando la misma expresión a dos nociones mutuamente exclusivas o siquiera contrarias. De hecho, seguimos esperando que salgan a luz ejemplos serios. Si se supone que exista una lengua en la que se diga lo mismo "grande" y "pequeño", será que en tal lengua la distinción entre "grande" y "pequeño" carece literalmente de sentido y no existe la categoría de la dimensión, no que se trate de una lengua que admita una expresión contradictoria de la dimensión. La pretensión de realizar semejante búsqueda de distinción sin hallarla realizada demostraría la insensibilidad a la contradicción no en la lengua, sino en el investigador, pues es por cierto un propósito contradictorio imputar al mismo tiempo a una lengua el conocimiento de dos nociones en tanto que contrarias, y la expresión de ellas en tanto que idénticas.
Otro tanto ocurre con la lógica particular del sueño. Si caracterizamos el desenvolvimiento del sueño mediante su total libertad en las asociaciones y la imposibilidad de admitir una imposibilidad, es ante todo porque seguimos su itinerario y lo analizamos en los marcos del lenguaje, y que lo propio del lenguaje es no expresar sino lo que es posible expresar. No se trata de una tautología. Un lenguaje es ante todo una categorización, una creación de objetos y de relaciones entre estos objetos. Imaginar una etapa del lenguaje, tan "original" como se quiera, pero no obstante real e "histórico", en que determinado objeto fuera denominado como siendo él mismo y al mismo tiempo no importa cuál otro, y en que la relación expresada fuera la relación de contradicción permanente, la relación no relacionante, donde todo sería ello mismo y otro, es imaginar una pura quimera. En la medida en que podemos auxiliamos con el testimonio de las lenguas "primitivas" para remontamos a los orígenes de la experiencia lingüística, debemos enfrentamos por el contrario a una extrema complejidad de la clasificación y multiplicidad de categorías. Todo parece apartamos de una correlación "vivida" entre la lógica onírica y la lógica de una lengua real. Notemos también de paso que justamente en las sociedades "primitivas", lejos de que la lengua reproduzca el tren del sueño, es el sueño el que es reducido a las categorías de la lengua, en vista de que es interpretado en relación con situaciones actuales y por mediación de un juego de equivalencias que lo someten a una verdadera racionalización lingüística (3).
Lo que Freud pidió en vano al lenguaje "histórico", hubiera podido pedírselo, en cierta medida, al mito o a la poesía. Ciertas formas de poesía pueden emparentarse con el sueño y sugerir el mismo modo de estructuración, introducir en las formas normales del lenguaje esa suspensión del sentido que el sueño proyecta en nuestras actividades. Pero entonces sería, paradójicamente, en el surrealismo poético —que Freud, al decir de Breton, no comprendía— donde hubiese podido hallar algo de lo que erradamente buscaba en el lenguaje organizado.
En Freud, semejantes confusiones parecen nacer de su constante recurso a los "orígenes": orígenes del arte, de la religión, de la sociedad, del lenguaje. Traspone sin cesar lo que le parece "primitivo" en el hombre a un primitivismo de origen, pues es por cierto en la historia de este mundo donde proyecta lo que podría denominarse una cronología del psiquismo humano. ¿Es legítimo esto? Lo que la ontogenia permite al analista plantear como arquetípico no es tal sino con respecto a lo que lo deforma o reprime. Pero si de esta represión se hace una cosa que sea genéticamente coextensiva con la sociedad, va no es más posible imaginar una situación de sociedad sin conflicto que un conflicto fuera de la sociedad. Róheim ha descubierto el complejo de Edipo en las sociedades más "primitivas". Si este complejo es inherente a la sociedad como tal, un Edipo libre de casar con su madre es una contradicción en los términos. Y, en tal caso, lo que hay que nuclear en el psiquismo humano es justamente el conflicto. Pero entonces la noción de "original" no tiene ya el menor sentido.
En cuanto se pone el lenguaje organizado en correspondencia con el psiquismo elemental, se introduce en el razonamiento un dato nuevo que rompe la simetría que se pensaba establecer. El propio Freud ha probado esto, a despecho suyo, en su ingenioso ensayo sobre la negación (4). Reduce la polaridad de la afirmación y de la negación lingüísticas al mecanismo biopsíquico de la admisión en sí o del rechazo fuera de sí, ligado a la apreciación de lo bueno y de lo malo. Pero también el animal es capaz de esta evaluación que conduce a admitir en sí o a rechazar fuera de sí. La característica de la negación lingüística es que no puede anular sino lo que es enunciado, que debe plantear explícitamente para suprimir, que un juicio de no existencia tiene necesariamente también el estatuto formal de un juicio de existencia. Así la negación es primero admisión. Muy otro es el rechazo de admisión previa que se llama represión. Freud mismo enunció harto bien lo que la negación manifiesta: "Una representación o un pensamiento reprimidos pueden, pues, abrirse paso hasta la conciencia, bajo la condición de ser negados. La negación es una forma de percatación de lo reprimido: en realidad supone ya un alzamiento de la represión, aunque no, desde luego, una aceptación de lo reprimido. Conseguimos vencer también la negación e imponer una plena aceptación intelectual de lo reprimido, pero sin que ello traiga consigo la anulación del proceso represivo mismo." ¿No se ve aquí que el factor lingüístico es decisivo en este proceso complejo, y que la negación es en alguna forma constitutiva del contenido negado, y así de la emergencia de tal contenido en la conciencia y de la supresión de la represión? Entonces lo que subsiste de la represión no es ya sino una repugnancia a identificarse con este contenido, pero el sujeto no tiene ya poder sobre la existencia de éste. También aquí su discurso puede prodigar las denegaciones, mas no abolir la propiedad fundamental del lenguaje: implicar que alguna cosa corresponde a lo que es enunciado, alguna cosa y no "nada".
Llegamos aquí al problema esencial, cuya urgencia testimonian todas estas discusiones y el conjunto de los procedimientos analíticos: el del simbolismo. Todo el psicoanálisis se funda en una teoría del símbolo. Ahora, el lenguaje no es más que simbolismo. Pero las diferencias entre los dos simbolismos ilustran y resumen todas las que indicamos sucesivamente. Los análisis profundos que Freud hizo del simbolismo del inconsciente iluminan también las vías diferentes por las que se realiza el simbolismo del lenguaje. Al decir del lenguaje que es simbólico, no se enuncia aún sino su propiedad más manifiesta.
Hay que añadir que el lenguaje se realiza necesariamente en una lengua, y entonces aparece una diferencia, que define para el hombre el simbolismo lingüístico: es aprendido, es coextensivo con la adquisición que el hombre hace del mundo y de la inteligencia, con los que acaba por unificarse. Se sigue que los principales de estos símbolos y su sintaxis no se separan para él de las cosas y de la experiencia de ellas; debe apropiárselos a medida que las descubre como realidades. A quien abarca en su diversidad estos símbolos actualizados en los términos de las lenguas, bien pronto le aparece que la relación de estos símbolos con las cosas que parecen cubrir sólo se deja verificar, no justificar. Con respecto a este simbolismo que se realiza en signos infinitamente diversos, combinados en sistemas formales tan numerosos y distintos como lenguas hay, el simbolismo del inconsciente descubierto por Freud ofrece caracteres absolutamente específicos y diferentes. Hay que subrayar algunos. Ante todo, su universalidad. Parece, según los estudios realizados sobre los sueños o las neurosis, que los símbolos que los traducen constituyen un "vocabulario" común a todos los pueblos sin acepción de lengua, por el hecho, evidentemente, de que no son ni aprendidos ni reconocidos como tales por quienes los producen. Por añadidura, la relación entre estos símbolos y lo que relatan puede definirse mediante la riqueza de los significantes y la unicidad del significado, en virtud de que el contenido está reprimido y no se libera sino so capa de las imágenes. En compensación, a diferencia del signo lingüístico, estos significantes múltiples y este significado único están constantemente vinculados por una relación de "motivación". Se observará final- mente que la "sintaxis" que encadena estos símbolos inconscientes no obedece a ninguna exigencia lógica, o más bien no conoce sino una sola dimensión, la de la sucesión que, como Freud vio, significa asimismo causalidad.
Estamos pues en presencia de un "lenguaje" tan particular que resulta de la mayor importancia distinguirlo de lo que llamamos así. Es subrayando estas discordancias como mejor puede situárselo en el registro de las expresiones lingüísticas. "Esta simbólica -dice Freud- no es especial del sueño, reaparece en toda la imaginería inconsciente, en todas las representaciones colectivas, populares en especial: en el folklore, los mitos, las leyendas, los proverbios, los dichos, los juegos de palabras ordinarios; ahí hasta es más completa que en el sueño." Queda así bien planteado el nivel del fenómeno. En el área en que se revela esta simbólica inconsciente, podría decirse que es a la vez infra y supralingüística.
Infralingüística, tiene su fuente en una región más profunda que aquella en que la educación instala el mecanismo lingüístico. Utiliza signos que no se descomponen y que comprenden numerosas variantes individuales, susceptibles a su vez de acrecentarse por recurso al dominio común de la cultura o a la experiencia personal. Es supralingüística por el hecho de utilizar signos extremadamente condensados que, en el lenguaje organizado, corresponderían más bien a grandes unidades del discurso que a unidades mínimas. y entre estos signos se establece una relación dinámica de intencionalidad que se reduce a una motivación constante (la "realización de un deseo reprimido") y que echa mano de los rodeos más singulares. Retornamos así al "discurso". Prolongando esta comparación, tomaríamos un camino de comparaciones fecundas entre la simbólica del inconsciente y ciertos procedimientos típicos de la subjetividad manifestada en el discurso. Al nivel del lenguaje es posible precisar: se trata de los procedimientos estilísticos del discurso. Pues es en el estilo, antes que en la lengua, donde veríamos un término de comparación con las propiedades que Freud descubrió como señaladoras del "lenguaje" onírico. Llaman la atención las analogías que se esbozan aquí. El inconsciente emplea una verdadera "retórica" que, como el estilo, tiene sus "figuras", y el viejo catálogo de los tropos brindaría un inventario apropiado para los dos registros de la expresión. Por una y otra parte aparecen todos los procedimientos de sustitución engendrados por el tabú: el eufemismo, la alusión, la antífrasis, la preterición, la lítote. La naturaleza del contenido hará aparecer todas las variedades de la metáfora, pues es de una conversión metafórica de la que los símbolos del inconsciente extraen su sentido y su dificultad a la vez. Emplean también lo que la vieja retórica llama metonimia (continente por contenido) y sinécdoque (parte por el todo), y si la "sintaxis" de los encadenamientos simbólicos recuerda algún procedimiento de estilo entre todos, será la elipsis.
En una palabra, conforme se establezca un inventario de las imágenes simbólicas en el mito, el sueño, etc., se verá probablemente con mayor claridad en las estructuras dinámicas del estilo y en sus: componentes afectivos. Lo que hay de intencional en la motivación gobierna oscuramente la manera como el inventor de un estilo conforma la materia común y, a su modo, se libera de ella. Pues lo que se llama inconsciente es responsable de cómo el individuo construye su persona, de lo que afirma y de lo que rechaza o desconoce, y esto motiva aquello.
1 Introducción al psicoanálisis, 1 (1968).
Las referencias a los textos de Freud se harán con las abreviaturas siguientes: G. W. con el número del volumen para los Gesammelte Werke, edición ~ cronológica de los textos alemanes, publicada en Londres, Imago Publishing; S. E. para el texto inglés de la Standard edition, en curso de publicación por
Hogarth Press; C. P. para el texto inglés de los Collected Papers, Hogarth Press, ( Londres. [La edición española citada es la de Biblioteca Nueva, Madrid, 3 ~ tomos, 1967-1968.]
2 Psicoanálisis aplicado, pp. 1056-7; Collected Papers, IV, pp. 184-191; G. W., VIII, pp. 214-221.
3 Cf. La interpretación de los sueños, cap. n, p. 306, n. 1: "(...)1os 'libros de los sueños' orienta]es (…) Efectúan casi siempre la interpretación guiándose por la similicadencia o analogía de las palabras..." G. W., n-m, p. 103; S. E., IX, p. 99.
4 G. W., XIV, pp. 11-15; C. P., v, pp. 181-185; B. N., 11, pp. 1134-6.
Benveniste Émile
Problemas de lingüística general
Siglo XXI Editores
18 Edición, México 1995.
Capítulo VII Observaciones sobre la función del lenguaje en el descubrimiento Freudiano
pp. 75-87
OBSERVACIONES SOBRE LA FUNCIÓN DEL LENGUAJE EN EL DESCUBRIMIENTO FREUDIANO.
En la medida en que el psicoanálisis aspira a plantearse como ciencia, hay razón para pedirle cuentas de su método, de sus pasos, de su proyecto, y compararlos con los de las "ciencias" reconocidas. Quien desee discernir los procedimientos de razonamiento sobre los que descansa el método analítico desemboca en una verificación singular. Del trastorno registrado hasta la curación, todo ocurre como si no interviniese nada de material. Nada se practica que se preste a una verificación objetiva. No se va estableciendo, de una inducción a la siguiente, esa relación de causalidad visible que buscamos en un razonamiento científico. Cuando -a diferencia del psicoanalista- el psiquiatra intenta remitir el trastorno a una lesión, al menos su itinerario tiene el aire clásico de una búsqueda que se remonta a la "causa" para tratarla. Nada parecido en la técnica analítica. Para quien no conoce el análisis más que en las relaciones que Freud ofrece (es el caso del autor de estas páginas) y para quien considera menos la eficacia práctica, que aquí no está en tela de juicio, que la naturaleza de los fenómenos y los nexos en que son planteados, el psicoanálisis parece distinguirse de toda otra disciplina. Principalmente en esto: el analista opera sobre lo que el sujeto le dice. Lo considera en los discursos de éste, lo examina en su comportamiento locutorio, "fabulador", y a través de estos discursos se configura lentamente para él otro discurso que le tocará explicitar, el del complejo sepultado en el inconsciente. De sacar a luz tal complejo depende el éxito de la cura, lo cual atestigua a su vez que la inducción era correcta. Así del paciente al analista y del analista al paciente, el proceso entero es operado por mediación del lenguaje.
Es esta relación la que merece atención y distingue propiamente este tipo de análisis. Enseña, nos parece, que el conjunto de los síntomas de naturaleza diversa que el analista encuentra y escruta sucesivamente son el producto de una motivación inicial en el paciente, inconsciente al principio, a menudo traspuesta a otras motivaciones, conscientes éstas y generalmente falaces. A partir de esta motivación, que se trata de descubrir, todas las conductas del paciente se iluminan y encadenan hasta el trastorno que, a ojos del analista, es a la vez conclusión y sustituto simbólico. Discernimos aquí, pues, un rasgo esencial del método analítico: los "fenómenos" son gobernados por una relación de motivación, que ocupa aquí el lugar de lo que las ciencias de la naturaleza definen como una relación de causalidad.
Nos parece que si los analistas admiten este punto de vista, el estatuto científico de su disciplina, en su particularidad propia, así, como el carácter específico de su método, quedarán mejor establecidos.
Hay una señal neta de que la motivación carga aquí con la función de "causa". Es sabido que el camino seguido por el ana1ista es enteramente regresivo, y que aspira a provocar 1a emergencia, en el recuerdo y en e1 discurso del paciente, del dato fáctico a cuyo alrededor se ordenará en adelante la exégesis analítica del proceso mórbido. De suerte que el analista va en pos de un dato "histórico" escondido, desconocido, en la memoria del sujeto, consienta o no éste en "reconocerlo" e identificarse con él. Se nos podría objetar entonces que este resurgimiento de un hecho vivido, de una experiencia biográfica, equivale precisamente al descubrimiento de una "causa". Pero se ve en el acto que el hecho biográfico no puede cargar él solo con el peso de una conexión causal. Primero, porque el analista no puede conocerlo sin ayuda del paciente, único que sabe "lo que 1e ocurrió". Aunque pudiera, no sabría qué valor atribuir al hecho. Supongamos incluso que, en un universo utópico, el analista consiguiera descubrir, en testimonios objetivos, el rastro de todos los acontecimientos que componen la biografía del paciente: seguiría sin sacar en claro gran cosa, y no, salvo por feliz accidente, lo esencial. Pues si le es preciso que el paciente le cuente todo y aun que hable al azar y sin propósito definido, no es para encontrar un hecho empírico que no haya quedado registrado en ninguna parte sino en la memoria del paciente: es que los acontecimientos empíricos no tienen realidad para el analista más que en y por el "discurso" que les confiere la autenticidad de la experiencia, sin importar su realidad histórica, y aun (más valiera decir: sobre todo) si el discurso elude, traspone o inventa la biografía que el sujeto se atribuye. Precisamente porque el analista desea revelar las motivaciones más que reconocer los acontecimientos. La dimensión constitutiva de esta biografía es que es verbal izada y así asumida por quien la narra como suya; su expresión es la del lenguaje; la relación del analista con el sujeto, la del diálogo.
Todo anuncia aquí el advenimiento de una técnica que hace del lenguaje su campo de acción y el instrumento privilegiado de su eficiencia. Pero surge entonces una cuestión fundamental: ¿cuál es pues este "lenguaje" que actúa tanto como expresa? ¿Es idéntico al que se emplea fuera del análisis? ¿Es solamente el mismo para las dos partes? En su brillante memoria sobre la Función y el campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis, el doctor Lacan dice del método analítico (p. 103): "Sus medios son los de la palabra en tanto que ésta confiere a las funciones del individuo un sentido; su dominio es el del discurso concreto en tanto que realidad transindividual del sujeto; sus operaciones son las de la historia en tanto que constituye la emergencia de la verdad en lo real." A partir de estas justas definiciones, y ante todo de la distinción introducida entre los medios y el dominio, es posible intentar delimitar las variedades del "lenguaje" que están en juego.
En primera instancia, encontramos el universo de la palabra, que es el de la subjetividad. A lo largo de los análisis freudianos enteros se percibe que el sujeto se sirve de la palabra y del discurso para "representarse" él mismo, tal como quiere verse, tal como llama al "otro" a verificarlo. Su discurso es llamado y recurso, solicitación a veces vehemente del otro a través del discurso en que se plantea desesperadamente, recurso a menudo mentiroso al otro para individualizarse ante sus propios ojos. Por el mero hecho de la alocución, el que habla de sí mismo instala al otro en sí y de esta suerte se capta a sí mismo, se confronta, se instaura tal como aspira a ser, y finalmente se historiza en esta historia incompleta o falsificada. De modo que aquí el lenguaje es utilizado como palabra, convertido en esta expresión de la subjetividad apremiante y elusiva que forma la condición del diálogo. La lengua suministra el instrumento de un discurso en donde la personalidad del sujeto se libera y se crea, alcanza al otro y se hace reconocer por él. Ahora, la lengua es estructura socializada, que la palabra somete a fines individuales e intersubjetivos, añadiéndole así un perfil nuevo y estrictamente personal. La lengua es sistema común a todos; el discurso es a la vez portador de un mensaje e instrumento de acción. En este sentido, las configuraciones de la palabra son cada vez únicas, pese a realizarse en el interior y por mediación del lenguaje. O sea que hay antinomia en el sujeto entre el discurso y la lengua.
Pero para el analista la antinomia se establece en un plano muy diverso y adquiere otro sentido. Ha de atender al contenido del discurso, mas no menos, y sobre todo, a los desgarrones del discurso. Si el contenido lo informa acerca de la representación que el sujeto se da de la situación y acerca de la posición que en ella se atribuye, busca, a través de este contenido, uno nuevo, el de la motivación inconsciente que procede del complejo sepultado. Más allá del simbolismo inherente al lenguaje, percibirá un simbolismo específico que se constituirá, a despecho del sujeto, tanto a partir de lo que omite como de lo que enuncia. Y en la historia en que el sujeto se coloca, el analista provocará la emergencia de otra historia, que explicará la motivación. Tomará así el discurso como trujamán de otro "lenguaje", que tiene sus reglas, sus símbolos y su "sintaxis" propios, y que remite a las estructuras profundas del psiquismo.
Al señalar estas distinciones, que requerirían abundantes desenvolvimientos, pero que sólo el analista podría precisar y matizar, quisiéramos sobre todo aclarar ciertas confusiones que se correría el riesgo de establecer en un dominio en donde es ya difícil saber de qué se habla cuando se estudia el lenguaje "ingenuo" y en donde las preocupaciones del análisis introducen una dificultad nueva. Freud ha alumbrado decisivamente la actividad verbal tal como se revela en sus desfallecimientos, en sus aspectos de juego, en su libre divagación cuando queda suspendido el poder de censura. Toda la fuerza anárquica que refrena o sublima el lenguaje normalizado tiene su origen en el inconsciente. Freud ha observado también la afinidad profunda entre estas formas del lenguaje y la naturaleza de las asociaciones que se establecen en el sueño, otra expresión de las motivaciones inconscientes. Se vio conducido así a reflexionar sobre el funcionamiento del lenguaje en sus relaciones con las estructuras infraconscientes del psiquismo, y a preguntarse si los conflictos que definen tal psiquismo no habrían impreso su huella en las formas mismas del lenguaje.
Planteó el problema en un artículo publicado en 1910 y titulado El doble sentido antitético de las palabras primitivas. En el punto de arranque hay una observación esencial de su Traumdeutung acerca de la insensibilidad a la contradicción que caracteriza a la lógica del sueño: "La conducta del sueño con respeto a la antítesis y a la contradicción es altamente singular. De la contradicción prescinde en absoluto, como si para él no existiera el 'no', y reúne en una unidad las antítesis o las representa con ella. Asimismo se toma la libertad de representar un elemento cualquiera por el deseo contrario al mismo, resultando que al enfrentarnos con un elemento capaz de contrario no podemos saber nunca al principio si se halla contenido positiva o negativamente en las ideas latentes" (1). Pues bien, Freud creyó hallar en un estudio de K. Abel la prueba de que "la práctica indicada de la elaboración del sueño coincide con una peculiaridad de las lenguas más antiguas". Luego de reproducir algunos ejemplos, pudo concluir: "En la coincidencia entre la peculiaridad de la elaboración de los sueños, expuesta al principio del presente trabajo, y la práctica de las lenguas, más antiguas, descubierta por los filólogos, debemos ver una confirmación de nuestra tesis del carácter regresivo y arcaico de la expresión de los pensamientos en el sueño. Y a nosotros, los psiquiatras, se nos impone, como una hipótesis irrechazable, la de que comprenderíamos mejor y traduciríamos más fácilmente el lenguaje de los sueños si conociéramos mejor la evolución del lenguaje hablado." (2)
Existe el riesgo de que la autoridad de Freud haga que esta demostración pase por cosa establecida, o en todo caso acredite la idea de que habría aquí una sugestión de investigaciones fecundas. Se habría descubierto una analogía entre el proceso del sueño y la se- mántica de las lenguas "primitivas", en las que un mismo término enunciaría una cosa y también su contrario. Parecería abierto el camino a una investigación que buscase las estructuras comunes al lenguaje colectivo y al psiquismo individual. Ante semejante panorama, no está de más indicar que hay razones de hecho que quitan todo crédito a las especulaciones etimológicas de Karl Abel que sedujeron a Freud. No es cosa aquí ya de manifestaciones psicopatológicas del lenguaje, sino de los datos concretos, generales, verificables, proporcionados por lenguas históricas.
No es azar que ningún lingüista preparado, ni en la época en que Abel escribía (ya los había en 1884), ni luego, haya aceptado este Gegensinn der Urworte en su método ni en sus conclusiones. Es que si se pretende remontar el curso de la historia semántica de las palabras y restituir su prehistoria, el primer principio de método es considerar los datos de forma y de sentido sucesivamente atestiguados en cada época de la historia, hasta la fecha más antigua, y no considerar una restitución sino a partir del punto último que nuestra indagación logre alcanzar. Este principio rige otro, relativo a la técnica comparativa, que es el de someter las comparaciones entre lenguas a correspondencias regulares. K. Abel opera sin cuidarse de estas reglas y junta todo lo que se parece. De una semejanza entre una palabra alemana y otra inglesa o latina de sentido diferente o contrario, concluye una, relación original por "sentidos opuestos", desdeñando todas las etapas intermedias que justificarían la divergencia, de haber parentesco efectivo, o echarían por tierra la posibilidad de dicho parentesco demostrando que tienen diferente origen. Es fácil demostrar que ninguna de las pruebas alegadas por Abel puede conservarse. Para no alargar esta discusión, nos limitaremos a los ejemplos tomados de lenguas occidentales, que pudieran confundir a lectores no lingüistas.
Abel da una serie de correspondencias entre el inglés y el alemán, que Freud recoge como muestra de los sentidos opuestos, entre una lengua y otra, y entre los cuales se apreciaría una "transformación fonética con vistas a la separación de los contrarios". Sin insistir por el momento en el grave error de razonamiento disimulado tras esta sencilla observación, conforn1émonos con rectificar las confrontaciones. El antiguo adverbio alemán bass, "bien", está emparentado con besser, pero no tiene nada que ver con bös, "malo", al igual que en antiguo inglés bat, "bueno, mejor", carece de relación con badde (hoy bad), "malo". El inglés cleave, "hender", no responde en alemán a kleben, "pegar", como dice Abel, sino a klieben, "hender" (cf. Kluft). El inglés lock, "cerrar", no se opone al alemán Lücke, Loch, sino que, por el contrario, hace juego, pues el sentido antiguo de Loch es "retiro, lugar cerrado y oculto". El alemán stumm significa propiamente "paralizado (de la lengua) ", se vincula a stammeln, stemmen, y no tiene nada en común con Stimme, que ya significa "voz" en su forma más antigua, gótico stibna. Asimismo, el latín clam, "secretamente", se liga a celare, "ocultar", de ningún modo a clamare, etc. Otra serie de pruebas igual de erróneas extrae Abel de ciertas expresiones que se toman en sentidos opuestos en una misma lengua. Tal sería el doble sentido del latín sacer, "sagrado" y "maldito". Aquí la ambivalencia de la noción no debiera sorprendemos ya, luego de que tantos estudios sobre la fenomenología de lo sagrado han trivializado su radical dualidad: en la Edad Media, un rey y un leproso eran ambos, al pie de la letra, "intocables", pero no se sigue que sacer encierre dos sentidos contradictorios; son las condiciones de la cultura las que han determinado ante el objeto "sagrado" dos actitudes opuestas. La doble significación que se atribuye al latín altus, como "alto" y "profundo", se debe a la ilusión que nos hace tomar por necesarias y universales las categorías de nuestra propia lengua. Incluso en francés [o en español] hablamos de la "profundidad" del cielo o de la "profundidad" del mar. Más precisamente, la noción de altus se evalúa en latín en dirección de abajo arriba, es decir subiendo desde el fondo del pozo, o árbol arriba, desde el pie, sin considerar la posición del observador, en tanto que "profundo" en francés [o español] se define en direcciones opuestas a partir del observador hacia el fondo, ya sea el fondo de un pozo o el del cielo. Nada hay de "original" en estas variadas maneras de construir lingüísticamente nuestras representaciones. Ni tampoco es en "los orígenes del lenguaje" donde hay que buscar la explicación del inglés with-out, sino bien modestamente en los orígenes del inglés. Al contrario de lo que Abel creyó -y hay quien sigue creyendo-, with-out no encierra las expresiones contradictorias "con sin"; el sentido propio de with es aquí "contra" (cf. with-stand) y señala pulsión o esfuerzo en una dirección cualquiera. De ahí with-in, "hacia el interior", y with-out, "hacia el exterior", de donde "afuera, sin". Para comprender que el alemán wider signifique "contra" y wieder (con una sencilla variación de grafía) signifique "de regreso", basta con pensar en el mismo contraste aparente de re- en francés entre re-pousser y re-venir [o en español re-peler y re-tornar]. No hay en todo esto ningún misterio y la aplicación de reglas elementales disipa tales espejismos.
Más con esto se desvanece la posibilidad de una homología entre las vías del sueño y los procedimientos de las "lenguas primitivas". Aquí la cuestión tiene dos aspectos. Uno concierne a la "lógica" del lenguaje. En tanto que institución colectiva y tradicional, toda lengua tiene sus anomalías, sus faltas de lógica, que traducen una disimetría inherente a la naturaleza del signo lingüístico. Pero no deja por ello la lengua de ser sistema, de obedecer a un plan específico, y de estar articulada por un conjunto de relaciones susceptibles de cierta formalización. El trabajo lento pero incesante que se opera en el interior de una lengua no procede al azar, afecta a aquellas de las relaciones o de las oposiciones que son o no son necesarias, de suerte que se renueven o multipliquen las distinciones útiles a todos los niveles de la expresión. La organización semántica de la lengua no escapa a este carácter sistemático. Es que la lengua es instrumento para ordenar el mundo y la sociedad, se aplica a un mundo considerado "real" y refleja un mundo "real". Pero aquí cada lengua es específica y configura el mundo a su manera propia. Las distinciones que cada lengua manifiesta deben referirse a la lógica particular que las sostiene, y no ser sometidas de buenas a primeras a una evaluación universal. A este respecto, las lenguas antiguas o arcaicas no son ni más ni menos singulares que las que hablamos nosotros; únicamente tienen la singularidad que prestamos a los objetos poco familiares. Sus categorías, orientadas de modo distinto que las nuestras, no por ello dejan de tener coherencia. De manera que es a priori improbable -y el examen atento lo confirma- que tales lenguas, por arcaicas que se las suponga, escapen al "principio de contradicción" afectando la misma expresión a dos nociones mutuamente exclusivas o siquiera contrarias. De hecho, seguimos esperando que salgan a luz ejemplos serios. Si se supone que exista una lengua en la que se diga lo mismo "grande" y "pequeño", será que en tal lengua la distinción entre "grande" y "pequeño" carece literalmente de sentido y no existe la categoría de la dimensión, no que se trate de una lengua que admita una expresión contradictoria de la dimensión. La pretensión de realizar semejante búsqueda de distinción sin hallarla realizada demostraría la insensibilidad a la contradicción no en la lengua, sino en el investigador, pues es por cierto un propósito contradictorio imputar al mismo tiempo a una lengua el conocimiento de dos nociones en tanto que contrarias, y la expresión de ellas en tanto que idénticas.
Otro tanto ocurre con la lógica particular del sueño. Si caracterizamos el desenvolvimiento del sueño mediante su total libertad en las asociaciones y la imposibilidad de admitir una imposibilidad, es ante todo porque seguimos su itinerario y lo analizamos en los marcos del lenguaje, y que lo propio del lenguaje es no expresar sino lo que es posible expresar. No se trata de una tautología. Un lenguaje es ante todo una categorización, una creación de objetos y de relaciones entre estos objetos. Imaginar una etapa del lenguaje, tan "original" como se quiera, pero no obstante real e "histórico", en que determinado objeto fuera denominado como siendo él mismo y al mismo tiempo no importa cuál otro, y en que la relación expresada fuera la relación de contradicción permanente, la relación no relacionante, donde todo sería ello mismo y otro, es imaginar una pura quimera. En la medida en que podemos auxiliamos con el testimonio de las lenguas "primitivas" para remontamos a los orígenes de la experiencia lingüística, debemos enfrentamos por el contrario a una extrema complejidad de la clasificación y multiplicidad de categorías. Todo parece apartamos de una correlación "vivida" entre la lógica onírica y la lógica de una lengua real. Notemos también de paso que justamente en las sociedades "primitivas", lejos de que la lengua reproduzca el tren del sueño, es el sueño el que es reducido a las categorías de la lengua, en vista de que es interpretado en relación con situaciones actuales y por mediación de un juego de equivalencias que lo someten a una verdadera racionalización lingüística (3).
Lo que Freud pidió en vano al lenguaje "histórico", hubiera podido pedírselo, en cierta medida, al mito o a la poesía. Ciertas formas de poesía pueden emparentarse con el sueño y sugerir el mismo modo de estructuración, introducir en las formas normales del lenguaje esa suspensión del sentido que el sueño proyecta en nuestras actividades. Pero entonces sería, paradójicamente, en el surrealismo poético —que Freud, al decir de Breton, no comprendía— donde hubiese podido hallar algo de lo que erradamente buscaba en el lenguaje organizado.
En Freud, semejantes confusiones parecen nacer de su constante recurso a los "orígenes": orígenes del arte, de la religión, de la sociedad, del lenguaje. Traspone sin cesar lo que le parece "primitivo" en el hombre a un primitivismo de origen, pues es por cierto en la historia de este mundo donde proyecta lo que podría denominarse una cronología del psiquismo humano. ¿Es legítimo esto? Lo que la ontogenia permite al analista plantear como arquetípico no es tal sino con respecto a lo que lo deforma o reprime. Pero si de esta represión se hace una cosa que sea genéticamente coextensiva con la sociedad, va no es más posible imaginar una situación de sociedad sin conflicto que un conflicto fuera de la sociedad. Róheim ha descubierto el complejo de Edipo en las sociedades más "primitivas". Si este complejo es inherente a la sociedad como tal, un Edipo libre de casar con su madre es una contradicción en los términos. Y, en tal caso, lo que hay que nuclear en el psiquismo humano es justamente el conflicto. Pero entonces la noción de "original" no tiene ya el menor sentido.
En cuanto se pone el lenguaje organizado en correspondencia con el psiquismo elemental, se introduce en el razonamiento un dato nuevo que rompe la simetría que se pensaba establecer. El propio Freud ha probado esto, a despecho suyo, en su ingenioso ensayo sobre la negación (4). Reduce la polaridad de la afirmación y de la negación lingüísticas al mecanismo biopsíquico de la admisión en sí o del rechazo fuera de sí, ligado a la apreciación de lo bueno y de lo malo. Pero también el animal es capaz de esta evaluación que conduce a admitir en sí o a rechazar fuera de sí. La característica de la negación lingüística es que no puede anular sino lo que es enunciado, que debe plantear explícitamente para suprimir, que un juicio de no existencia tiene necesariamente también el estatuto formal de un juicio de existencia. Así la negación es primero admisión. Muy otro es el rechazo de admisión previa que se llama represión. Freud mismo enunció harto bien lo que la negación manifiesta: "Una representación o un pensamiento reprimidos pueden, pues, abrirse paso hasta la conciencia, bajo la condición de ser negados. La negación es una forma de percatación de lo reprimido: en realidad supone ya un alzamiento de la represión, aunque no, desde luego, una aceptación de lo reprimido. Conseguimos vencer también la negación e imponer una plena aceptación intelectual de lo reprimido, pero sin que ello traiga consigo la anulación del proceso represivo mismo." ¿No se ve aquí que el factor lingüístico es decisivo en este proceso complejo, y que la negación es en alguna forma constitutiva del contenido negado, y así de la emergencia de tal contenido en la conciencia y de la supresión de la represión? Entonces lo que subsiste de la represión no es ya sino una repugnancia a identificarse con este contenido, pero el sujeto no tiene ya poder sobre la existencia de éste. También aquí su discurso puede prodigar las denegaciones, mas no abolir la propiedad fundamental del lenguaje: implicar que alguna cosa corresponde a lo que es enunciado, alguna cosa y no "nada".
Llegamos aquí al problema esencial, cuya urgencia testimonian todas estas discusiones y el conjunto de los procedimientos analíticos: el del simbolismo. Todo el psicoanálisis se funda en una teoría del símbolo. Ahora, el lenguaje no es más que simbolismo. Pero las diferencias entre los dos simbolismos ilustran y resumen todas las que indicamos sucesivamente. Los análisis profundos que Freud hizo del simbolismo del inconsciente iluminan también las vías diferentes por las que se realiza el simbolismo del lenguaje. Al decir del lenguaje que es simbólico, no se enuncia aún sino su propiedad más manifiesta.
Hay que añadir que el lenguaje se realiza necesariamente en una lengua, y entonces aparece una diferencia, que define para el hombre el simbolismo lingüístico: es aprendido, es coextensivo con la adquisición que el hombre hace del mundo y de la inteligencia, con los que acaba por unificarse. Se sigue que los principales de estos símbolos y su sintaxis no se separan para él de las cosas y de la experiencia de ellas; debe apropiárselos a medida que las descubre como realidades. A quien abarca en su diversidad estos símbolos actualizados en los términos de las lenguas, bien pronto le aparece que la relación de estos símbolos con las cosas que parecen cubrir sólo se deja verificar, no justificar. Con respecto a este simbolismo que se realiza en signos infinitamente diversos, combinados en sistemas formales tan numerosos y distintos como lenguas hay, el simbolismo del inconsciente descubierto por Freud ofrece caracteres absolutamente específicos y diferentes. Hay que subrayar algunos. Ante todo, su universalidad. Parece, según los estudios realizados sobre los sueños o las neurosis, que los símbolos que los traducen constituyen un "vocabulario" común a todos los pueblos sin acepción de lengua, por el hecho, evidentemente, de que no son ni aprendidos ni reconocidos como tales por quienes los producen. Por añadidura, la relación entre estos símbolos y lo que relatan puede definirse mediante la riqueza de los significantes y la unicidad del significado, en virtud de que el contenido está reprimido y no se libera sino so capa de las imágenes. En compensación, a diferencia del signo lingüístico, estos significantes múltiples y este significado único están constantemente vinculados por una relación de "motivación". Se observará final- mente que la "sintaxis" que encadena estos símbolos inconscientes no obedece a ninguna exigencia lógica, o más bien no conoce sino una sola dimensión, la de la sucesión que, como Freud vio, significa asimismo causalidad.
Estamos pues en presencia de un "lenguaje" tan particular que resulta de la mayor importancia distinguirlo de lo que llamamos así. Es subrayando estas discordancias como mejor puede situárselo en el registro de las expresiones lingüísticas. "Esta simbólica -dice Freud- no es especial del sueño, reaparece en toda la imaginería inconsciente, en todas las representaciones colectivas, populares en especial: en el folklore, los mitos, las leyendas, los proverbios, los dichos, los juegos de palabras ordinarios; ahí hasta es más completa que en el sueño." Queda así bien planteado el nivel del fenómeno. En el área en que se revela esta simbólica inconsciente, podría decirse que es a la vez infra y supralingüística.
Infralingüística, tiene su fuente en una región más profunda que aquella en que la educación instala el mecanismo lingüístico. Utiliza signos que no se descomponen y que comprenden numerosas variantes individuales, susceptibles a su vez de acrecentarse por recurso al dominio común de la cultura o a la experiencia personal. Es supralingüística por el hecho de utilizar signos extremadamente condensados que, en el lenguaje organizado, corresponderían más bien a grandes unidades del discurso que a unidades mínimas. y entre estos signos se establece una relación dinámica de intencionalidad que se reduce a una motivación constante (la "realización de un deseo reprimido") y que echa mano de los rodeos más singulares. Retornamos así al "discurso". Prolongando esta comparación, tomaríamos un camino de comparaciones fecundas entre la simbólica del inconsciente y ciertos procedimientos típicos de la subjetividad manifestada en el discurso. Al nivel del lenguaje es posible precisar: se trata de los procedimientos estilísticos del discurso. Pues es en el estilo, antes que en la lengua, donde veríamos un término de comparación con las propiedades que Freud descubrió como señaladoras del "lenguaje" onírico. Llaman la atención las analogías que se esbozan aquí. El inconsciente emplea una verdadera "retórica" que, como el estilo, tiene sus "figuras", y el viejo catálogo de los tropos brindaría un inventario apropiado para los dos registros de la expresión. Por una y otra parte aparecen todos los procedimientos de sustitución engendrados por el tabú: el eufemismo, la alusión, la antífrasis, la preterición, la lítote. La naturaleza del contenido hará aparecer todas las variedades de la metáfora, pues es de una conversión metafórica de la que los símbolos del inconsciente extraen su sentido y su dificultad a la vez. Emplean también lo que la vieja retórica llama metonimia (continente por contenido) y sinécdoque (parte por el todo), y si la "sintaxis" de los encadenamientos simbólicos recuerda algún procedimiento de estilo entre todos, será la elipsis.
En una palabra, conforme se establezca un inventario de las imágenes simbólicas en el mito, el sueño, etc., se verá probablemente con mayor claridad en las estructuras dinámicas del estilo y en sus: componentes afectivos. Lo que hay de intencional en la motivación gobierna oscuramente la manera como el inventor de un estilo conforma la materia común y, a su modo, se libera de ella. Pues lo que se llama inconsciente es responsable de cómo el individuo construye su persona, de lo que afirma y de lo que rechaza o desconoce, y esto motiva aquello.
1 Introducción al psicoanálisis, 1 (1968).
Las referencias a los textos de Freud se harán con las abreviaturas siguientes: G. W. con el número del volumen para los Gesammelte Werke, edición ~ cronológica de los textos alemanes, publicada en Londres, Imago Publishing; S. E. para el texto inglés de la Standard edition, en curso de publicación por
Hogarth Press; C. P. para el texto inglés de los Collected Papers, Hogarth Press, ( Londres. [La edición española citada es la de Biblioteca Nueva, Madrid, 3 ~ tomos, 1967-1968.]
2 Psicoanálisis aplicado, pp. 1056-7; Collected Papers, IV, pp. 184-191; G. W., VIII, pp. 214-221.
3 Cf. La interpretación de los sueños, cap. n, p. 306, n. 1: "(...)1os 'libros de los sueños' orienta]es (…) Efectúan casi siempre la interpretación guiándose por la similicadencia o analogía de las palabras..." G. W., n-m, p. 103; S. E., IX, p. 99.
4 G. W., XIV, pp. 11-15; C. P., v, pp. 181-185; B. N., 11, pp. 1134-6.
Benveniste Émile
Problemas de lingüística general
Siglo XXI Editores
18 Edición, México 1995.
Capítulo VII Observaciones sobre la función del lenguaje en el descubrimiento Freudiano
pp. 75-87
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