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domingo, 11 de abril de 2010

El psicoanalista, un Dios más débil por Thomas Abraham

El martes y miércoles se cumplieron cien años del primer congreso psicoanalítico internacional, que fue recordado con numerosos homenajes. Uno de ellos se realizó en la Asociación Psicoanalítica Argentina. Este es un fragmento de la disertación que realizó en ese homenaje el filósofo Tomás Abraham, en el que destaca el rol subversivo y transgresor que representó la irrupción del psicoanálisis, y cómo ha cambiado, también por una cuestión de mercado.

Se cumplen cien años de la fundación de la Asociación Psicoanalítica Internacional en la ciudad de Nüremberg. El rol subversivo y transgresor de aquel nuevo saber, aquella peste de la que se hablaba cuando Freud llegaba a las costas de los EE.UU., el escándalo producido por la novedad de la sexualidad infantil, las fisuras que abrió en los comienzos de la década del sesenta en la sociedad argentina aún tutelada por la moral cuyo decálogo tenía la firma de padres, pastores de la Iglesia y militares, esa herida en las costumbres a partir de un descubrimiento teórico, ¿no estará ya cicatrizada?

Hace casi medio siglo el psicoanálisis fue un factor cultural movilizador. Coincidía con otros procesos culturales como el Instituto Di Tella, la programación de las nuevas carreras de ciencias sociales en la universidad nacional y el boom de la literatura norteamericana. Pocos años después, el psicoanálisis se divide de acuerdo a dos rumbos. Por un lado, se hace eco de la novedad lacaniana. En el año 1964, Oscar Masotta daba su conferencia “Lacan y la filosofía”. Inauguraba así un modo de acercarse al psicoanálisis que cambiaría su quehacer y su rumbo.

En Francia –madre cultural de la intelectualidad argentina– ocurría algo similar con la salvedad de que allí el psicoanálisis no tenía una tradición con la fuerza y la presencia que había tenido en la Argentina. Con los seminarios de Lacan hay una aproximación a los textos de Freud por parte de jóvenes filósofos que eran parte de la renovación cultural iniciada a fines del cincuenta por el llamado estructuralismo.

Por otra parte el clima político argentino provocó escisiones en la APA como la del grupo Plataforma al mismo tiempo que la psicoterapia de grupos y la influencia de las escuelas que difundían estas técnicas desde la costa oeste de los EE.UU. se ponían de moda.

El psicoanálisis se desparramó. Pero también su peso en la cultura argentina se fue debilitando. Un último momento de energía lo tuvo durante los años de la dictadura en la que por la censura existente pudo encontrar nuevos espacios por una especie de “epistemologización” de la disciplina que transitaba entre la lingüística y la topología. Se legitimaba así al psicoanálisis con una nueva pretensión cientificista. Esto dura hasta hoy. Permitió un cambio de jerga y una nueva glosolalia.

El ingreso del universo de la lengua y del campo de la palabra cambió no sólo la tendencia teórica sino también la hermenéutica freudiana con sus efectos en la clínica. La interpretación asentada en los simbolismos analógicos fue sustituida con el juego del significante. Hay un ingrediente fonológico que se toma en cuenta, y también un nuevo modo de escritura que mima el sentido flotante y residual. Se recupera así la escucha flotante y la vivacidad de la asociación libre.

Este nuevo paradigma teórico-clínico revalorizó el silencio del analista. Se destacó su no lugar y su condición de sujeto supuesto saber. Una especie de lucha ideológica se entabló contra el virus que había envenenado al psicoanálisis hasta convertirlo en una suerte de psicología del Yo.

El lacanismo recuperó el sentido trágico de la obra freudiana mediante la demistificación de su vertiente funcionalista. Pero esta restitución del tragicismo freudiano llegó a ser la parodia de sí misma.

Una mirada torva, un silencio inclemente, acompañaron una serie de reacomodamientos teóricos. Del Yo duro y real, fuente de transformación de la realidad, se pasó a la escisión del sujeto, a la falta o carencia como sustancia existencial, al fantasma estructurante que sólo se puede atravesar como un sobreviviente atraviesa las llamas de su casa incendiada y un narcisismo que plasma la figura del doble especular en una ontología del laberinto en cuyo final está el Minotauro llamado Pulsión de Muerte.

A este ambiente de una clínica sombría se lo reforzó con la industria de los grupos de estudio que deletrearon las cifras secretas de Lacan con un nuevo contrato entre lector y autor: el contrato de la humillación cuyo modelo puede encontrarse en las obras de Sacher Masoch.

Gracias a este contrato, se fija una cláusula que permite que entre autor y lector intermedie un intérprete de un modo similiar a la institución oracular griega cuyo dispositivo de adivinación requería, junto a la pregunta del consultante y a la pitonisa envuelta en humos y vociferante de ruidos incomprensibles, la presencia de un sacerdote experto en el desciframiento de los enigmas.

Se sabía que aquel que pretende hacer caso omiso de la mediación sacerdotal y cree que puede descifrar por sí solo el mensaje áulico, corre el riesgo de repetir la historia de Edipo que creyó ser rey cuando no era más que un hijo.

El contrato de humillación no tiene fin. Con el tiempo, la repetición de conceptos que funcionan como consignas permite el aprendizaje de una serie de automatismos que nos facultan a circular entre pares, sortear las vallas que obstaculizan la entrada en algunas instituciones y hacer lo que hace el personaje de Franz Kafka en su relato Ante la ley: esperar el turno para ser llamado ante una puerta que siempre estuvo abierta.

Son historias del pater seraficus que se define como “el que sabe” porque sabe en dónde está la falta, y por ese saber nunca está en falta. Así, el dispositivo lacaniano compone en una especie de palimpsesto una escena clínica en la que el analista es un sujeto supuesto saber que con su silencio disuelve el yo de la demanda, y un grupo de estudio en el que el analista es el único que sabe descifrar el enigma en una escena en la que el supuesto alumno nunca aprende porque no hace más que repetir su falta. Este encuadre dura sin alteraciones hasta que el eterno pasante dirige su propio grupo de estudio.

El colmo del poder del psicoanalista, su punto cumbre, es lo que se llama “tiempo lógico”, es decir la posibilidad que tiene de interrumpir la sesión en el momento en que se le ocurre. Siempre lo hace antes del tiempo convencional de cincuenta minutos y de acuerdo a la interpretación que hace de la justeza de la interrupción y sus efectos inconscientes. En realidad, se trata de un tema de agenda en la que la sucesión de pacientes ya tiene asignado un tiempo acotado que permite una mejor recaudación.

Estos poderes algo desmesurados que son parte de esta parodia en sus fases de pater seraficus sujeto supuesto saber en la clínica, sacerdote exegeta ante un supuesto alumno que repite su falta en esa mini-institución de la pulsión de muerte que es el grupo de estudio, y este dios que se apropia del tiempo y decreta el intervalo de acuerdo a su visión de la escena inconsciente, se han debilitado.

Es más difícil sostener hoy en día esta imagen de la autoridad. No sólo el nombre del Padre y la función paterna están en cuestión sino que la angustia ya no se soporta como antes. Cada vez más gente aspira a solucionar sus problemas con la mayor brevedad posible y se embarca en la nave del consultorio con menor asiduidad. Ya no es suficiente con hacerse acreedor del coraje de asumir la castración. El clima se ha vuelto algo más amable, y la demanda del paciente ya no es despreciada como en los tiempos en que la oferta estaba más valorada.

Y sí, aquí también vale la frase del ex presidente Clinton: “Es la economía, estúpido…”, porque se trata de una cuestión de mercado, hay poca demanda respecto de la gran oferta, los precios bajan, y al cliente se lo trata mejor.

Algo más. La nueva camada de jóvenes que desean ser psicoanalistas ven como una utopía la posibilidad de tener su propio consultorio. Cobrar lo menos posible y pagar a un analista para el control de su tarea impide que la práctica sea una labor profesional. El futuro es sombrío para el éxito y la difusión de la práctica analítica cuyo devenir no sólo depende de los éxitos de la farmacología y el conductismo, sino de su propio proceso de decadencia.

Me doy cuenta de que está pasando algo raro e imprevisto en la medida en que desarrollo el tema. Aplicando el mecanismo de la denegación del que habla Freud, confieso que no quise decir lo que digo. Cuando recibí la invitación de esta prestigiosa institución, di varias vueltas alrededor del asunto sobre el que hablar en este recinto y por la elección de la perspectiva de tratamiento del tema. Abrí los dos tomos del libro de Emilio Rodrigué, El siglo del psicoanálisis, una obra que creo que casi nadie leyó en la Argentina, un trabajo serio, minucioso, completo, que debe haber desorientado a sus lectores, acostumbrados que estaban a los chismes de Emilio y a los relatos de su personaje favorito: él mismo y sus circunstancias.

Luego leí fragmentos de un libro de J.B. Pontalis, a quien considero un analista muy fino, su libro Ventanas es de una singular belleza. Quiero decir con esto que tenía la mejor de las intenciones al aceptar la amable invitación que me hizo a esta sede su presidente, Andrés Rascovski. Luego no sé qué pasó.

El psicoanálisis ha sido muy importante en mi vida y mi intención era homenajearlo como se merecía. Pensé en mis analistas, en mis análisis, en los recuerdos de tantas etapas, en las distintas fases de mis angustias, en la genialidad de Freud, en la importancia de Lacan para los estudios filosóficos y para algunos de los libros que escribí, en mi hija que es licenciada en psicología y aspirante a psicoanalista, me asombró descubrir que mi tocayo Karl un mismo día como el de hoy, hace cien años en la ciudad de Nuremberg, hizo una presentación para aquella reunión preparatoria de la nueva asociación de un trabajo titulado “El psicoanálisis del fetichismo”, en tantas cosas emotivas que me inundó un torrente de dulce leche del seno materno y casi me ahogo de felicidad. Después se ve que se me pasó este momento sensible o que me di cuenta de que tanto amor no estimulaba mi pensamiento y que no debía olvidar el otro lado de esta experiencia tan conmovedora.


Tomado de:

http://www.diarioperfil.com.ar/edimp/0458/articulo.php?art=20958&ed=0458

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