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lunes, 25 de febrero de 2008

M. BUTTERFLY (Estados Unidos, 1993). con Jeremy Irons, John Lone, Barbara Sukowa. 110 minutos. David Cronenberg.

En los años sesenta, un diplomático occidental se enamora de una hermosa estrella de la Opera de Beijín. La misteriosa cantante seduce y atrapa al diplomático en un apasionado juego que incluye varias sorpresas. David Cronenberg, uno de los mayores cineastas canadienses, se aparta un poco de sus preocupaciones habituales (las variaciones del horror físico: Parásitos asesinos, Rabia, La mosca, etcétera) para trasladar al cine la obra teatral de David Henry Hwang, que reincide en una preocupación muy actual: las posibilidades de los roles sexuales. ¿Cómo poder distinguir dos mariposas? Cuando mis amigos, Pablo España y Mario Alquicira, me pidieron participar con un comentario en un ciclo de cine debate que se centra en el tema: “La mujer fatal”, algo superior dentro de mí me impulsó a escoger esta película extraña, obsesiva y tormentosa que algunos de ustedes pensaran que poco tiene que ver con el tema central del ciclo. Lacan sostiene que uno debe tener fe en el inconsciente, precisamente eso es lo que me motivó en esta ocasión a optar por esa corazonada. El filme lleva a la pantalla la obra teatral creada por David Henry Hwang, que hace recuento de hechos sucedidos hacia 1986, cuando un diplomático francés —apellidado en la película Gallimard— fue encarcelado por haber proporcionado información clasificada a su amante en Pekín, con la que sostuvo una larga relación de dieciocho años que terminó con el descubrimiento de que ésta realizaba un trabajo formal como espía para la República Popular de China. David Hwang combinó esa historia con el tema de la famosa ópera Madame Butterfly de Giacomo Puccini, que a su vez fue tratado antes en diversas ocasiones en el teatro. El origen de esta historia es una novela llamada Madame Crisantemo de Julien Viaud, quien visitó Nagasaki en el verano de 1885 como muchos marineros procedentes de los navíos que atracaban ese puerto, se relacionó con el floreciente negocio de la prostitución y la trata de blancas. Le ofrecieron contraer matrimonio con una adolescente y, tentado por la carne aceptó, tomando ese enlace como una distracción circunstancial para hacer más llevadera su estancia en la ciudad. De los recuerdos idealizados del galo nació la novelita que descubre al occidental un visión impresionista e ingenua de Japón, entrecogida con el romance por una muchacha cortesana a la que el marino llamaba mousmé (mala transcripción de la palabra japonesa musume, o sea, hija). El escritor francés no se encontraba fascinado por el ambiente oriental. De los japoneses afirma: “¡Qué fea, qué grotesca, qué mezquina es toda esta gente!” y con las mujeres no se muestra mucho más galante: “Os concedo que sois casi lindas, a fuerza de gracia, de manos delicadas, de pies en miniatura; pero sois feas, en suma, y además, ridículamente chiquitas, con aspecto de muñequito de estante”. En estas frases notamos un desprecio generalizado y racista del turista involuntario por el pueblo nipón que revela en gran medida los prejuicios de Occidente frente a la cultura oriental. El fotógrafo y novelista británico Clive Holland escribió después su libro My japanese wife (1895), inspirado por la lectura de Madame Crisantemo. Tras leer el texto de Viaud, el también autor americano John Luther Long escribió otra novela breve con el nombre Madame Butterfly, publicada por primera vez en 1898. Periodista de oficio, conocía diversos datos de la cultura nipona a través del marido de su hermana, quien había sido misionero en Nagasaki. En marzo de 1900, el empresario teatral David Belasco decidió añadir una función breve a la representación de la obra Naughty Anthony en el neoyorquino Herald Square Theatre. Eligió para ello Madame Butterfly y el éxito enorme de la trama alcanzó gran difusión. Pronto cruzó el Atlántico y comenzó a presentarse en Londres. El crítico Francis Neilson, conmovido por el argumento, recomendó a Giacomo Puccini que acudiera a una representación. Fascinado, el músico italiano puso manos a la obra y completó su adaptación operística, que estrenó el 17 de febrero de 1994 en el Teatro de la Scala, en Milán. A diferencia de las fantasías que envuelve a otras óperas, esta historia fue presentada como una pieza de argumento realista y Puccini insistió siempre ante sus amigos que este drama había sucedido en verdad. El carácter exótico de la trama complació al público enormemente quizá porque revela una visión de la mujer japonesa amoldada al gusto europeo del siglo XIX que desearía ver a todas las japonesas como frágiles mujercitas que dócilmente obedecen los caprichos de los machos de Occidente. La historia ha pintado después, ante los ojos de los occidentales, a las japonesas y a la mujer oriental con algo de la fragilidad de Butterfly, sin importar demasiado que ese sueño coincida o no con la realidad y que proceda de la desvergüenza de un francés encaprichado con una jovencita prostituida y las imagenerías de un genio italiano que quiso creer de verdad ese cuento y compuso una ópera sublime que puede prescindir totalmente de cualquier comparación con los hechos y que lo más probable es que coincida más, con el amor oculto del compositor por una sirvienta llamada Doria Manfredi. Sobre esta base es que se construye la historia del filme de David Cronenberg, un cineasta canadiense famoso por sus obsesiones: terror, sexo, exclusión social, violencia, congoja moral, paranoia, claustrofobia y la ciencia ficción combinada con el pánico ante el avance tecnológico. De hecho, la temática de esta película parece saltar formalmente de sus películas más conocidas: Parásitos asesinos (Shivers, 1975), Telépatas, mentes destructoras (Scanners, 1981), Cuerpos invadidos (Videodrome, 1982), Zona muerta (Dead zone, 1983), La mosca (The fly, 1986), Crash, extraños placeres (1996), eXistenZ (1999) y la tan absurda como sangrienta secuela de Friday the 13th: Jasón X (2002). No se trata de una película de terror, de ciencia ficción, ni de una historia de violencia extrema, aunque la escena final no deje de ser profundamente impactante. Por el contrario, refleja un cierto gusto por la intriga política, el drama moral y finalmente, consista en un planteamiento audaz sobre la naturaleza de la sexualidad, más aún, de la sexualidad femenina. René Gallimard encuentra a Song Liling —magistralmente personificado por John Lone—, cantante de la Ópera de Beijing, durante una aburrida fiesta diplomática y cae al instante cautivado por su belleza misteriosa, que le hace acercarse a ella atraído por el borde que anima al vacío del abismo. Una historia similar, la hemos visto realizada con maestría en Pasión de amor (Passione d’amore, 1981) de Ettore Scola. Después de obsesionarse con ella, va en busca por las calles de Pekín, entrando en un mundo ajeno a su cultura europea y, aparentemente, a su propia historia y esencia. Empieza así una relación que deja fuera cualquier consideración moral y ética, pues la quemadura del amor–pasión y del erotismo implicado, le llama al sacrificio y a la autoinmolación. Desde el principio, algo de la historia se nos antoja absurda, pues un hombre con un poco más de cuidado en mirar la cultura en la que se ha sumergido sabría que en el teatro de la Ópera china, los papeles de mujeres son siempre representados por hombres, este drama nos ha sido mostrado en toda su dimensión, en la singularmente perfecta película china Adiós a mi concubina (1993), de Chen Kaige. Cabría preguntarse si no hay desde el principio en esta pasión de Gallimard un conocimiento —al menos inconsciente— de cierta verdad homosexual que escondería su deseo. La misma pregunta sigue al espectador un tiempo después de ver la película, cuando se reflexiona, en el cómo habrían tenido relaciones sexuales estos dos paternaires, sin que uno de ellos se enterara de que se llevaba a cabo una penetración anal. Voy a ser puntilloso y analítico en este asunto porque —efectivamente— aparece en extremo singular que Gallimard no haya reconocido y topado con el sexo de su amada pero, sobre todo, no pueda distinguir orificios tan distintos como una vagina o un ano. ¿Conocía Gallimard la verdadera identidad de su amada? Me parece que la única respuesta posible es: si/no. Su amada es sólo una imagen que desde ese estatuto despliega todos sus efectos como realidad concreta. Ella es para él una mujer (en la que caben también sus pasiones homosexuales) y una mujer fatal sin duda, y lo es, porque lo que busca ese hombre es la fatalidad. Gallimard es representado por un Jeremy Irons sublimado, un actor de elegantísima presencia que conjuga en su voz las cualidades de una serpiente cruzada con un querubín. El personaje es la actualización de las obsesiones de un actor inglés extraordinario que ha desempeñado papeles similares en Obsesión (Damage, 1992), Chinese Box (1997), Lolita (también 1997) y ¿por qué no?: El rey león (1994), Duro de matar 3 (1995) y ese personaje de pesadilla que es el líder morlock en La máquina del Tiempo (1992). Se preguntarán con justicia si puede haber algo en común en un padre obsesionado con la novia de su hijo, un periodista moribundo enamorado de una chinita, un patético viejo erotómano, el león sediento de poder y amigo de las hienas, el terrorista Simón (hermano vengativo de un fanático y a su vez terrorista enfermo de odio) y el engendro mutante aristócrata. Para su asombro contestaré afirmativamente. Todos ellos son seres “condenados”, almas en pena que son víctimas de una fatalidad que los arrastra: ambicionan salir de su miseria y lo desean sin ninguna proporción, hasta que su misma avidez los consume. El deseo es, finalmente, lo que los aniquila. Para decirlo con propiedad: estos amigos no sostienen su deseo, sino que el deseo los atraviesa y los juega como muñecos de trapo en busca de la gloria y el infortunio o la mezcla de ambos. El morlock que parecería una excepción a la regla, no deja de ofrecernos una continuidad con este patrón y representa el sumario de todas esas miserias. Irons ahí es un monstruo que ha dejado su humanidad hace tiempo y que ya no busca salir del foso en que vive, donde encarna, con bastante ironía, la paradoja del superhombre nietzscheano situado más allá del Bien y del Mal y desprovisto de todo deseo. El diplomático Gallimard está emparentado con toda esta fauna y es una rama de la especie que escoge como patíbulo ser puro erastés (amante) que construye su eromenós (amado) sobre un reflejo, sobre el brillo de la nariz de una cantante china. Irons se vierte sobre el amado como una jarra plena en un recipiente vacío y será su amor lo que llene, construya y de forma y cuerpo al vacío. El amor para este condenado es un delirio en el que puede proyectar lo que se le antoja a su inconsciente: Song Liling es una alucinación de un perturbado que podría haberse apasionado de la misma forma perversa por un cisne o un perro. ¿Una mujer fatal? Sí, pero básicamente, porque todas las mujeres fatales lo son tan sólo, a partir del deseo de aniquilación de quien las busca como instrumentos de su propia destrucción. Toda la música de ese género un poco decadente, llamado Bolero que tanto nos gusta a los latinos, canta con sentimiento al engaño y la decepción, recuerda a la que se fue o la que traicionó, corroborando una sola cosa: el placer por el sufrimiento y la pulsión de muerte en el hombre. Esta "mujer" en particular, se trata de una aberración y un ensueño turbador: una mujer con pene. Gallimard la/lo para ser sojuzgados por esa dominatrix. El hijo —en este caso imaginado—, juega en este universo, un papel de extensión de ese dominio fálico. El hecho es verificable no sólo en la clínica psicoanalítica, sino también en la vida cotidiana. Gallimard, ebrio de goce, ejerce el papel activo de una pasión a la que todo se puede sacrificar: economía, reconocimiento social, patria y hasta vida. Esta mujer fatal es la proyección de sus sueños y fantasías de hombre blanco tendiendo la mano, pero también dominando a la mujer oriental, aparentemente sojuzgada por su condición de mujer y supuesta esclava del comunismo. Detrás de estas suposiciones falsas que toman como base las mismas fantasías de Julien Viaud y Puccini, se encuentra la verdad dura de que esa mujer no es una indefensa mujercita, sino que es un hombre y un traidor a sueldo, también una metáfora que revela las muchas sorpresas que la supremacía mentada de la civilización occidental debe esperar del Oriente. Sorprende al espectador en el juicio la presentación de un hombre en el papel del testigo clave. Por un momento y gracias a la maestría de Cronenberg al administrarnos la tensión del hecho, llega uno a dudar si es el hijo de ese amor ilícito y asombra constatar que esa mujer con pene, ese hombre y ese hijo imaginario se puedan fundir en un mismo sujeto. La escena en la camioneta de la prisión es repulsiva y fascinante, Lone se revela a su amante sin velos y éste parece ver desplomarse todos sus sueños. No es del todo así, porque no renuncia a ellos. Decide asumir su delirio de amor hasta las últimas consecuencias, identificándose plenamente con el objeto de su deseo y fundiéndose con él en una muerte ritual. Su suicidio sobrecogedor sucede ante la mirada de la escoria de la sociedad, que no es otra cosa ya para él, que la sociedad misma. En un reportaje hecho sobre la película, nos hemos enterado de la dificultad que representó la relación entre los actores Jeremy Irons y John Lone. El segundo, se presentó durante toda la filmación de la película personificado y vestido como Song Liling evitando todo trato con los colegas de la filmación, exceptuando al director. El profesionalismo del actor chino se refleja en la verosimilitud del desempeño de Irons en la película, quien no parece actuar en absoluto su repugnancia al encontrarse con un Lone desnudo y viril. Cronemberg ha hecho una historia de terror más. ¡Y qué historia de terror! Descubrir, nada más y nada menos, que el objeto de amor es un monstruo engendrado por el amante mismo. Este filme es cercano a su posterior Crash en la exploración de la sexualidad perversa, con un agregado freudiano implícito: toda sexualidad está íntimamente ligada a la perversión. Sus imágenes nos interrogan también sobre el estatuto de “¿qué es una mujer?”. Pregunta que intrigó a Lacan y a la que respondió parcialmente al igual que Freud. Porque, para nosotros, John Lone es una mujer desde el principio de la cinta hasta su desenmascaramiento final, demostrando que la identidad sexual no está únicamente en el sexo y las hormonas, sino en un plus, en un algo más ligado a la subjetividad y ¿por qué no? al, siempre inaprensible para el hombre, espíritu femenino. an>

2 comentarios:

TECNEWLOGIA dijo...

Tu analisis es muy bueno, nunca me hubiera dado cuenta de que era hombre! Aunque sabía que el actor era, pero me dejé llevar por el film y crees que es mujer.
El caso es que esta muy interesante tu analisis.

Anónimo dijo...

A la respuesta sobre si Rene sabia que era hombre, en el juicio de Song, se da pie a que posiblemente si sabia que el era hombre (cuando le respone Song al juez que si necesita preguntarle a el que es hombre) y en otras cuestiones mas.

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