Hace poco tiempo, se me presentó la oportunidad de ver una de las películas de Jean – Luc Godard hechas en este siglo: “Elegía de amor” (Éloge de l'amour, 2001) que fue para mí, la primera película del genio franco - suizo que veía en más de 20 años, puesto que las últimas noticias que tuve de él, fueron que se había retirado del cine comercial para hacer cine experimental, un poco me lo imaginé como uno de los protagonistas de la película de Wenders “La historia de Lisboa” (Lisbon Story, 1994), filmando para él mismo sin importarle la gente y tratando de ganar desesperadamente la batalla al tiempo.
No estaba del todo equivocado. Ha filmado todos los años, la televisión francesa rechazó algunas de sus producciones, y parte central de su última obra la ocupa una historia del cine. De entre los pocos largometrajes que ha filmado está la película en cuestión, que versaba sobre las cosas perdidas e irrecuperables, que dos generaciones o tres detrás, tuvieron significado pleno para muchos en Francia: la resistencia, los años de batalla de la posguerra y el cine como centro puro del espectáculo.
Filmada con un presupuesto modesto, llena de palabras y en un estilo semi-documental, seguía las peripecias de un joven director que deseaba filmar una película sobre el amor, a partir de los testimonios de los viejos. Como si fuese casualidad, se mostraban al espectador los libros que leía alguno de los personajes, los objetos – recuerdo acumulados en los cajones y las arrugas que por todas partes cruzaban el rostro de quienes participaban en el filme.
La película me pareció emotiva por venir de uno de los delfines de la vanguardia cinematográfica de los 60’s –llamada entonces La Nueva Ola– y por enfatizar la visión del autor, de que el tiempo lo mata todo, al punto de hacer casi inútil el recuento de lo acontecido. Ideas interesantes que, sin embargo, me parecieron al final, tristemente herméticas e intelectuales hasta el formalismo, en un tiempo en que la acción parece comerse la trama de casi cualquier guión. Lamento decirlo, y me sorprendo a mí mismo al hacerlo, el estilo Godard se ve pese a mi simpatía: envejecido y lento.
En una entrevista que vi después, ponderaba el hecho de que el cine viene de un negativo que es la matriz de todas las imágenes que vemos en el cine, comparándolo con el crisol del alma humana, en la que de lo más negativo podemos hacer algo positivo. Allí su intelectualidad me pareció un poco forzada, tanto que simplemente me pareció exagerada. “Al fin y al cabo, un pensador a la francesa”, me dije.
Y, es que este francés, insiste en filmar de una manera en que ya nadie más filma así, su vanguardia se ha vuelto un objeto marginal que no creo que tenga ningún encanto hacia los jóvenes posmodernos, niños después de la era de la “Guerra de las Galaxias”, que crecieron arrullados por los capítulos de “Los Simpsons” y el “Príncipe de Bel Air”, que se han fascinado con el último lamentable Tarantino.
Para esa generación, películas como “Lo que el viento se llevó”, “Ben Hur”, “Casablanca”, o “West side story” no tienen más sentido, que los hechos históricos que se narran en los farragosos y detestables textos de historia que todos llevamos por obligación en la secundaria o el bachillerato.
Me dirán que he escogido títulos muy a propósito de la industria de Hollywood, pero no negarán que se han oído maravillas de estas cintas durante muchos años. Pues bien, ellos nacieron para ver “The Matrix”, “Lord of the rings”, “Alien vs. Depredador”, es más, a su servidor, algunos clásicos le empiezan a parecer añosos y viejos, películas demasiado ingenuas o sosas, que junto a muchos otros filmes de arte merecen más los museos que las carteleras de cine.
Me pregunté entonces, si el destino del cine está sellado y en el futuro, las grandes películas que asombraron a sus abuelos, no serán más que un anacronismo o ente de curiosidad marginal. Imaginé el apetito insaciable de los nuevos cinéfilos devorando todo con la potencia de unas quijadas acostumbradas a dar cuenta completa de la caja jumbo de palomitas entintadas en salsa brava.
¿Acaso la tecnología digital y los efectos especiales no son hoy lo que hace interesante una película para los jóvenes? Pareciera que estamos en una época en que el arte ha sido vencido por la técnica y en el que la imago reflejada pesa más que el objeto real, al punto en que lo superficial es ahora el fondo, como sucede en la entretenida Iron Man (2008) - que sigue la tendencia de llevar el antes subvaluado comic a la pantalla -, y el cine ha evolucionado a un punto en que lo único que busca es la diversión y la taquilla.
Quizá el problema sea más fácil de pensar, si nos acordamos que discusiones cómo ésta ya han sucedido en la historia del cine.
Reviviré ante ustedes, una polémica discusión que se suscitó sobre la relación entre el 7º arte y la técnica. Me refiero a la histórica pelea de Chaplin, Eisenstein, Pudovkin y otros cineastas del cine mudo, en contra del cine hablado. En la época de advenimiento del cine sonoro, el productor inglés se opuso con vehemencia a los “talkies” pues le parecía un lamentable error que en nombre del progreso, daría por traste con el arte mímico implicado en el cine mudo. Una película, más bien mala, como “The Jazz singer” se estrenó en octubre de 1927[1] y revolucionó completamente la industria. Para el testarudo cómico, esa innovación técnica quitaba universalidad al cine, denigraba el espectáculo y cavaba el final del arte sublime que él había cultivado con pasión durante su carrera fílmica. No de balde, Charlot no sobrevivió mucho al cine hablado e hizo su última aparición en “El gran dictador”, curiosamente con un discurso extremadamente largo para el cine de 6 minutos.
Pero todo eso vino después, el primer encuentro de Chaplin con el cine hablado fue pendenciero. Sus declaraciones a la prensa fueron enfáticas: “Pueden ustedes decir que detesto los talkies, han venido a estropear el arte más antiguo del mundo, el arte de la pantomima: aniquilan la gran belleza del silencio. Echan abajo el gran edificio del cine, destruyen la corriente que lleva a los actores a la popularidad, y a los amigos del cine hacia la llamada de la belleza. La belleza plástica sigue siendo lo que más importa en la pantalla. El cine es un arte pictórico”[2].
“Luces de la ciudad” fue el filme que usó como argumento demostrativo de sus tesis, en una época en que ya abundaban los “talkies”. El director, actor y productor, se negó a usar el sonido, cómo no fuera más que para servir de fondo y enfatizar las escenas mímicas que llevan a cabo los actores. De hecho su película, es una vuelta de tuerca a un famoso argumento filosófico de su contemporáneo Wittgenstein, pues hace callar a sus actores para mostrar sin palabras o para demostrarnos que las palabras son inútiles cuando se trata de mostrar sin freno, las emociones.
Y en esa expresión sin palabras en la que convierte el cine por obra de la necedad, nos enseña todo un universo de vibraciones que habitualmente quedan ocultas en el mar de las palabras. Hay que reflexionar sobre este quehacer, el principal protagonista de las películas de Charlot es el cuerpo y a través de él parece generarse un lenguaje directo sin intermediarios que transmite los afectos más profundos y recónditos, no es extraño porque el primer lenguaje que hemos tenido en el vientre de nuestra madre es el del cuerpo hasta ser expulsados a un mundo frío y regulado por las palabras.
Cómo señalábamos, el genio del cine no desechó el sonido del todo, entrevió la oportunidad de ligar indisolublemente la música a la pantomima, de tal manera que el público más modesto pudiera presenciar un espectáculo total, como el que tenía lugar en las grandes salas del cine, en las que una orquesta sinfónica acompañaba con una partitura escrita, los acontecimientos del filme. De hecho, decidió escribir él mismo, la música de la película, haciendo uso de sus habilidades adquiridas en el music hall y tomando como base un tema latino que conocemos como: “La violetera”.
En esta película se repiten los temas del cine de Chaplin para alcanzar una de sus más grandes expresiones. El gran teórico del cine y maestro director Eisenstein definía la visión del ojo chaplinesco como la de un niño que ríe y que puede hacerlo frente a los sucesos más dramáticos de la vida. Decía que él estaba en condiciones de ver las imágenes inmediatamente, de un golpe, fuera de cualquier valoración, “así como las ve un niño en acceso de la risa”[3].
Y precisamente esa gracia de ver como un niño es lo que maravilla en las películas de Charlot y hace que no envejezcan como otras que en su tiempo, fueron consideradas imperecederas. El público de México, Estados Unidos o China y sin distinción de edades, observa deleitado con inocencia esas imágenes porque nos son ofrecidas por una pupila infantil.
Agregaba el director ruso:
“Nosotros somos personas “concientes”. Y, adultos irremediablemente. Somos los adultos que han perdido la capacidad de reír ante lo cómico sin tener en cuenta su significado, y lo que con su contenido puede tener de trágico: somos adultos que se han olvidado del tiempo de la infancia “sin leyes” en la cual no existían ni la ética, ni moral, ni un criterio de apreciación, etc.”[4]
Después de observar “Luces de la Ciudad”, uno tiene la impresión de que ha recibido un baño de frescura en la que la espontaneidad absurda de las escenas se ha dado sin más. No es así, de ninguna manera. Ha habido pocos directores tan obsesivos, intelectuales y manipuladores de los actores en el cine. Es conocida la historia en que despide y substituye al actor Henry Clive que originalmente interpretaba al millonario borracho, por negarse a repetir por enésima vez la escena en que cae al agua fría, debido al temor de enfermarse. Sustituir las escenas en que aparecía, tomó seis meses. Sabemos también, que estuvo a punto de despedir a Virginia Cherrill porque tenía prisa por filmar la escena final, y consideró repetir todas las escenas de esta actriz con Georgia Hale, al punto que tomó varias pruebas, antes de calmar su furioso ánimo.
La película en cuestión, representó tres años de trabajo y fue parada mil veces por enfermedad, razones de duelo personal, profesionales y problemas de realización.
La primera aparición de Charlot en la película es completamente perturbadora. Allí, se burla del Estado y las instituciones oficiales. De los políticos, sus obras y peroratas absurdas en nombre del pueblo. También de paso, se mofa del odiado cine hablado. Para un infeliz indigente, los ásperos y rocosos brazos de la Patria son buenos para guarecerse del frío y la noche. Al bajar, se enreda con una espada de la justicia que se blande impasible en defensa de sólo unos cuántos. No en balde, durante toda la película lo vemos huyendo siempre que aparece un representante de la Ley. La actualidad de la escena no tiene fecha de caducidad.
La escena del encuentro entre la florista ciega y Charlot fue vista en exhibición privada por el periodista checo Erwin Kisch y el novelista Upton Sinclair[5] en 1929 sin ser entendida cabalmente, ante la angustia del realizador. Fue entonces, rodada una y otra vez, hasta que encontró la solución. El ladino protagonista es atrapado en un atasco de lujosos coches y ante la presencia de un policía decide meterse en uno de ellos y cruza así la calle. Esto representó un mes de trabajo, en el que intentó diversas soluciones, hasta poder transmitir al espectador la idea original: la amada de Charlot se prende de un equívoco arreglado por Eros y Tyché, supone que su futuro benefactor es un hombre joven y rico, la antítesis misma de ese hombrecito de ojos grandes y azules –se adivinan a pesar de que el filme es blanco y negro–, pero pequeño, vestido en andrajos y con unos zapatos que le quedan inverosímilmente grandes. Parecería que la tesis fuerte que se desprende de la escena, es que el amor supone siempre un engaño, el objeto del deseo se viste con los ropajes que proyecta el ojo del deseante. Quizá no haya amor puro y recíproco, sino ilusión de amor, metonimia del objeto, nos volvemos ciegos siempre que amamos y abrir los ojos no es siempre confortable.
Otra escena que quiero comentar, es aquella que tiene lugar frente al aparador. El bronce de una mujer aparece en exhibición ante los transeúntes. Nadie repara en éste, más que un pícaro que no tiene ninguna posesión. No mira a la obra de arte, sino a la mujer que está ahí, ofreciendo su piel al desnudo. Quiere disimular apreciación artística y no exponer su deseo. Detrás de él se abre y se cierra un hoyo en el que está a punto de caer. Cuando se da cuenta de la fosa, reclama al obrero su descuido, asumiendo que es un hombrecito. Al revelarse su verdadero tamaño se despide cortésmente. Aquí observamos la inteligencia de una rigurosa técnica poética, en la que se construye el resorte de la comicidad sobre conceptos que han preocupado a más de un filósofo: la estética en el arte, el deseo, la moralidad, y el poder. Chaplin hace burla de toda esa parafernalia, con frescura y mordacidad sublimes.
A medida que avanza el filme, nos carcajeamos de las situaciones más dramáticas. El espectador se ríe, porque se identifica con los trabajos y la simpleza del hombrecito. Todos hemos estado en ese lugar de torpes ñoños o presenciado la estupidez desembocar en la más obscena frustración. Charlot es un huérfano que representa a todos los desvalidos del mundo, a los pobres y a los fracasados, en fin, un icono de la castración del hombre.
Su personaje es auténtico, porque proviene de la propia vida miserable del artista. Su infancia fue la del David Copperfield de Dickens, esforzándose lo indecible por conseguir un mendrugo de pan al final del día, sufriendo en carne viva, las inclemencias del tiempo y la dureza del corazón del prójimo. De ese origen, podría haber surgido un cine como el de Stroheim, quizás una literatura como la de Tolstoi ó Gorki. Pero, Charlot es un héroe sencillo que no busca ningún premio, éxito o santidad, sino sobrevivir al día siguiente. Sin embargo, en su malaventurada subsistencia de miseria, defiende lo único que significa algo para él: una cabeza en alto que rubrica su dignidad. Desde la modestia aparente de su personaje, Charlot lucha por valores humanos olvidados en el capitalismo salvaje como la modestia, el pudor y la vergüenza.
No es casual que el millonario sólo reconozca a su “hermano” cuando está ebrio. La indecencia y mezquindad del rico estriba en no reconocer al pobre más que cuando le sirve para algo. Solamente borracho y fuera de sus cabales, podría mezclarse un hombre de tal horma con un paria. Sobrio, olvida que ha dormido con él y que le ha dado mil besos de Judas. Llama la atención, que entre ambos, se sitúe el lacayo que desprecia al vagabundo. ¡Singularidades de la esclavitud! Uno pensaría que estaría más cercano a emparejarse con el humilde, pero este doméstico con grilletes se identifica con el rico y se siente noble por servir al Amo. Otra imagen, nada extraña a nuestra actualidad.
Pero, el sentimentalismo estereotipado está muy lejos de Charlot. Tampoco es un bufón cualquiera, el género que cultiva es extraño: el de la comedia trágica. Ese cierto tono oscuro, fascinó a Max Jacob, Fernand Léger y al mismo Apollinaire, quienes lo estimaron un dadaísta radical y un teórico del irracionalismo. La confusión tuvo lugar, porque el cine de Chaplin parecía no respetar ningún principio o casta política. Pero su cine es siempre popular y deshecha de principio todo aquello que se considere vanguardia, su mayor preocupación es siempre, llegar al espectador. Es esto, lo que ha mantenido siempre actual su cine, a diferencia del cine de Godard que exige una cultura, entrenamiento y conocimiento fílmico previos al espectador. Bleiman le ha definido con puntualidad como un: “Don Quijote con el carácter de Sancho Panza”[6].
La verdad, es que en esta película, nuestro héroe mantiene viva una mentira. Se muestra ante su amada desde la imago de completud que ella imagina. Lo hace porque supone que él nada valdría si muestra su realidad. Más el precio por cebar semejante quimera es muy alto. Al final de la película ella no lo reconoce y le trata como un desconocido, exactamente de la misma forma con la que su amigo millonario la ha abandonado.
Fuera del velo, ella se burla como los demás, de su modestia y sus andrajos, de su castración expuesta. Él lo pierde todo en ese momento, incluso esa dignidad característica que defiende a lo largo de la comedia – drama de la vida. Ella lo llama con el señuelo de una flor y refuerza el gesto con una sucia moneda que le prostituirá finalmente... pues el hambre puede llegar a apretar tanto como el corazón, o más.
Le toma de la mano. Allí le reconoce como su benefactor y se sorprende de su pobreza, del desvalimiento y miseria de los dos. Él la mira contento y suplicante, como un perro callejero al que se acaricia. La conclusión de la historia queda, en un toque magistral, a imaginación del espectador: ¿Vencerá el amor al Dios totémico? ¿Implicará la verdad el desafecto? ¿Aparecerá el odio después del amor? ¿El amor tiene fin con la caída de la imagen?
Chaplin desde el más allá nos susurra: “Cada uno de ustedes, escoja el final que prefiera”.
[1] Notas a City Lights. Luces de la ciudad. Las grandes películas de Chaplin. Ed. Altaya. S/F.
[2] Sadoul Georges. Vida de Chaplin. Ed. F.C.E. México 1955. P. 115.
[3] Eisenstein S. M. “Carlitos, El Pibe”. En: El mundo de Charles Chaplin. Centro editor de América Latina. Buenos Aires 1980. P. 50.
[4] Ídem. P. 52.
[5] Sadoul Georges. Vida de Chaplin. P. 118.
[6] Bleiman “La imagen del pobre hombre”. En: El mundo de Charles Chaplin. P. 78.