Quisiéramos volver a ser flexibles y tener esa energía loca que a ellos les mueve. Disfrutar de la vida sin las apretaduras de las deudas bancarias, las presiones académicas, el vaivén del consultorio, la incertidumbre del mañana.
Cuando oigo a mis amigos o colegas, decir que la juventud es hoy estéril, que nada le importa y que en nuestra juventud no teníamos tiempo para perderlo, que estábamos comprometidos con nuestros ideales políticos o nuestra vocación, me digo que exageramos un poco.
Sin embargo, quiero compartir con ustedes, una experiencia de la cual, no acabo de salir del asombro. A lo mejor las cosas han estado cambiando más de lo que pienso.
Mi amiga Rosario presentó un libro en esta ciudad de Xalapa con bastante éxito y dio un par de conferencias, como todo buen anfitrión, me dediqué a pasear con mis invitados. En un momento dado, fuimos a cenar a un restaurante céntrico que lleva el curioso nombre de La Casona del Beaterío.
Se trata de un lugar típico situado en una gran ex - mansión de grandes techos rematados por tejas, paredes cubiertas por cuadros que exponen el pasado histórico de estos rumbos, mostrando cómo era un pueblito hermoso y provincial, antes de convertirse en la problemática pequeña ciudad que hoy es.
La comida es excelente, el menú refinado e internacional, vinos, licores. Pero sobre todo, una atención esmerada y hasta personalizada por parte de los meseros, que me hace volver regularmente.
Los sábados noche y domingos mediodía hay, desde hace rato, música para los comensales. No se trata de cualquier espectáculo de entretenimiento que venga de relleno. Siendo ésta ciudad de tradición musical (incluso con una orquesta sinfónica con prestigio), los músicos que allí tocan son siempre excelentes. La última vez, me había tocado escuchar a un pianista y un trompetista de jazz, realmente exquisitos que alegraron nuestra tarde y de cuyo sabor aún me recuerdo.
Bueno, esta vez, como todos los viernes había un conjunto folclórico, un cuarteto compuesto por jarana, arpa, maracas y tambores, bajo eléctrico… y una pareja de bailarines vestidos con trajes típicos veracruzanos. Músicos y bailarines que combinaban el sabor tradicional de Veracruz con el folclore latinoamericano, la caja de los negros afroperuanos, el mismo rock, tanto como la música cubana. Todos ellos, vestidos con pantalón blanco y guayabera, arrancando con pasión en su trabajo y siguiendo con miga gruesa durante toda su actuación.
La comida llegó riquísima, y disfrutamos verduras, salmón y lasaña, a la vez que una sangría de sabor fresquísimo que llegó en tiempo. Todo perfecto, hasta que de momento el restaurante fue invadido por un conjunto particular de hormigas.
Un grupo como de quince a veinte niñas con unos cinco o seis chicos, todos entre los 15 y los 18 años, acompañados por un señor de barba y lentes, sobre la segunda mitad de los treintas que parecía ser su maestro de teatro o algo así.
El atuendo de las niñas era peculiar. Todas ellas con trajes de luces y colores brillantes, una con hot pants de cuadritos que dejaban poco a la imaginación, casi todas con micro minifaldas y moños, lentejuelas y maquillaje exagerado. Todas ellas bonitillas sin ser realmente sensuales, pero intentando verse desvergonzadas y sin inhibiciones.
Se notaba en todas un gusto por la dieta y un rigor en el consumo de todo aquello que no fuese el alcohol. Llegaron como mangosta y llenaron de pronto, tres o cuatro mesas. En un lugar contiguo arribaron después algunos adultos más, que venían vigilando la actividad desde lejos, de manera permisiva.
En otra mesa una pareja de enamorados jóvenes, ella también comiendo ensaladas. Me recordé de una cita con Myrna hace muchos años (dos, tal vez, tres vidas atrás), de amor intenso y pasión, tomamos dos botellas de tinto y calamares fritos apagados al vino, en un restaurante griego . Eran otros tiempos menos obsesivos y mezquinos.
Escotes y falditas cortas, que sin embargo, no mostraban demasiada carne. Lo que se veía, más bien, eran cuerpos flácidos y delgados sin ningún ejercicio. Su delgadez era producto de no comer y no hacer nada. Posicionadas, frente de los músicos, sin oírlos realmente. Mientras el jaranero se desvivía intenso cual si fuese un Jimmy Hendrix, un par de chicas − una de ellas de espaldas y parada frente al espectáculo −, hablaban frente a ellos, sin que a ninguna de las dos les parara la boca en ningún momento ¿Cuándo era la que oía y la que hablaba? No había pausa entre las dos, sus bocas parecían ametralladoras escupiendo balas sin tregua. Eso que se llama conversación, no era lo que podíamos notar desde nuestro lugar, que yo precisamente había escogido no tan cerca del escenario, pues no hubiésemos podido ni hablar ni escuchar, debido a lo fuerte del sonido. Pero a ellas parecía no importarles, creo que también buscaban aturdirse, cómo sucede en los antros dónde el sonido revienta los oídos.
En realidad no les importaba nada, ni la música, ni estar ahí o paradas en otro lado. Uno se preguntaba qué carajos hacían de pie, tapando al resto de los comensales el espectáculo. Pero para ellas era como estar en la disco, una forma de exhibirse y regalarse a los ojos de los demás.
El vecino de la mesa, un hombre solo de unos 50, volteó su silla para ver el espectáculo de las niñas de vestidos cortos y risas de hiena. Se retiró al rato un poco frustrado, al notar que sólo estaban para sí mismas, y que la diferencia de edades era patente. Ellas se levantaban y circulaban por las mesas, se decían cosas al oído, se fotografiaban con cámaras y celulares, sin tomar en cuenta músicos o lugar, sólo importaba que salieran ellas, princesas de la espuma fútil.
En todo caso, una que otra, se hacía tomar en primer plano teniendo como segundo plano a los artistas, cómo para documentar que estuvo ahí, que efectivamente se divirtió, ante otro posterior y misterioso. No importaba disfrutar el momento y/o el lugar, sino mostrar posteriormente que se gozó.
Se abrazaban, corrían y medio bailaban como roboticos espasmódicos, iban al baño en grupo, se paraban y sentaban, sintiendo que lo único importante en el mundo, ahora y el resto de sus vidas, serían ellas mismas y su fulgor.
La más bella era una chica morena, casi negra, parecida a Grace Jones y la única con músculos en su cuerpo, que parecía menos de títere que de mujer. Ella estaba relativamente aislada, sintiéndose fea por ser morena en una ciudad de provincia mexicana que aprecia la piel blanca como si fuese signo de clase. Guapa sin saber que lo era, se veía penosa de tener esos rasgos y ese cuerpo, de tener senos y no ser una placa de radiografía. Daba lástima y ganas de decirle: Eres la única realmente bella. No lo habría apreciado y se habría ofendido como quien piensa se burlan de su porte. Se avergonzaba de haber nacido así, de tener ese color hermoso de piel.
El profesor, hablaba una sarta de cosas interesantísimas (¡!) en medio de la música que él concebía como de fondo o muzak. Decía y decía, quién sabe qué, al par de chicas que le rodeaban con ojos de vaca enamorada, pidiéndole un poquito de su atención y amor.
En un momento dado, llegaron las órdenes. Ninguna hamburguesa, nada de carne, ni enfrijoladas o mole. Sólo ensaladas y entremeses, brochetas de verduras, alcohol. El mesero pidió identificaciones a todos los que habían pedido copa y algunos se ofendieron. Pero él cumplió con rigor su deber. Se negó a servir vino a una niña que, después de un rato, le devolvió el plato reclamando algo dentro de él, no se sabe si en venganza o por exceso de melindrosa.
Era como una película muda con intensos sabores la que se desarrollaba a nuestros ojos. Estuve a punto de decir al par de jovencitas paradas que se sentaran y dejaran ver, oír la música. Finalmente lo hicieron y desaparecieron un rato de la escena. La música buenísima , sonaba y sonaba, los bailarines talentosos y magníficos.
Rosario se levantó al baño y regresó mucho más tarde. Después contó su encuentro en el baño con las chicas que le tomó tiempo. Una de ellas dentro del cubo cerrado de la taza se comunicaba con sus amigas diciendo que estaba estreñida, que no podía hacer. Desde fuera otras animándola a realizar sus deposiciones, dándole instrucciones. Diciéndole que levantara las piernas, que subiera los pies a la taza.
Otra le decía que no había tomado suficientes líquidos y que la maestra de biología, les había dicho que tendrían que hacerlo para tener un funcionamiento adecuado del píloro y el intestino. Allí se realizaba una sesión de yoga postural con miras a evacuar el estómago, un Kamasutra de la cagada.
Yo, que me acuerde, nunca a esa edad tuve amigos fuera del W.C. animándome a cagar. Había siempre de por medio algo que se llamaba intimidad. También teníamos otros temas de qué platicar: literatura, música, cine, pintura, fotografía. Pero parece que el recato se ha roto para siempre para tratar de llenar el vacío espiritual. No es difícil que le estuvieran tomando fotos con sus celulares y documentando el evento antes de ponerlo en Utube o en su Facebook.
Todas alrededor de la protagonista encerrada en el cubículo, aportando su experiencia y exhortaciones, admoniciones, reflexiones y direcciones.
Cómo decía antes, me resisto a fiscalizar o reprochar algo a la juventud. Pero había que verlas, para saber qué inútiles e imbéciles eran. Todas cortadas con la misma tijera, sin otros ideales que despertar el deseo de los hombres, y verse al espejo o exponerse junto a sus compañeras. Celebraban un cumpleaños, de ahí irían al antro a emborracharse y mezclarse. Alguna que otra se escaparía a tener sexo.
Nada les preocupaba sino su estreñimiento, y resultaba curioso que siendo tan jóvenes estuviesen tan compungidas por dicho malestar. Cómo si las risas y el goce que aparentaban desbordante fuera fingido y su verdad, estar tapadas por su narcisismo, sin posibilidad de circular lo de dentro afuera y lo de afuera adentro.
Cuando oigo a mis amigos o colegas, decir que la juventud es hoy estéril, que nada le importa y que en nuestra juventud no teníamos tiempo para perderlo, que estábamos comprometidos con nuestros ideales políticos o nuestra vocación, me digo que exageramos un poco.
Sin embargo, quiero compartir con ustedes, una experiencia de la cual, no acabo de salir del asombro. A lo mejor las cosas han estado cambiando más de lo que pienso.
Mi amiga Rosario presentó un libro en esta ciudad de Xalapa con bastante éxito y dio un par de conferencias, como todo buen anfitrión, me dediqué a pasear con mis invitados. En un momento dado, fuimos a cenar a un restaurante céntrico que lleva el curioso nombre de La Casona del Beaterío.
Se trata de un lugar típico situado en una gran ex - mansión de grandes techos rematados por tejas, paredes cubiertas por cuadros que exponen el pasado histórico de estos rumbos, mostrando cómo era un pueblito hermoso y provincial, antes de convertirse en la problemática pequeña ciudad que hoy es.
La comida es excelente, el menú refinado e internacional, vinos, licores. Pero sobre todo, una atención esmerada y hasta personalizada por parte de los meseros, que me hace volver regularmente.
Los sábados noche y domingos mediodía hay, desde hace rato, música para los comensales. No se trata de cualquier espectáculo de entretenimiento que venga de relleno. Siendo ésta ciudad de tradición musical (incluso con una orquesta sinfónica con prestigio), los músicos que allí tocan son siempre excelentes. La última vez, me había tocado escuchar a un pianista y un trompetista de jazz, realmente exquisitos que alegraron nuestra tarde y de cuyo sabor aún me recuerdo.
Bueno, esta vez, como todos los viernes había un conjunto folclórico, un cuarteto compuesto por jarana, arpa, maracas y tambores, bajo eléctrico… y una pareja de bailarines vestidos con trajes típicos veracruzanos. Músicos y bailarines que combinaban el sabor tradicional de Veracruz con el folclore latinoamericano, la caja de los negros afroperuanos, el mismo rock, tanto como la música cubana. Todos ellos, vestidos con pantalón blanco y guayabera, arrancando con pasión en su trabajo y siguiendo con miga gruesa durante toda su actuación.
La comida llegó riquísima, y disfrutamos verduras, salmón y lasaña, a la vez que una sangría de sabor fresquísimo que llegó en tiempo. Todo perfecto, hasta que de momento el restaurante fue invadido por un conjunto particular de hormigas.
Un grupo como de quince a veinte niñas con unos cinco o seis chicos, todos entre los 15 y los 18 años, acompañados por un señor de barba y lentes, sobre la segunda mitad de los treintas que parecía ser su maestro de teatro o algo así.
El atuendo de las niñas era peculiar. Todas ellas con trajes de luces y colores brillantes, una con hot pants de cuadritos que dejaban poco a la imaginación, casi todas con micro minifaldas y moños, lentejuelas y maquillaje exagerado. Todas ellas bonitillas sin ser realmente sensuales, pero intentando verse desvergonzadas y sin inhibiciones.
Se notaba en todas un gusto por la dieta y un rigor en el consumo de todo aquello que no fuese el alcohol. Llegaron como mangosta y llenaron de pronto, tres o cuatro mesas. En un lugar contiguo arribaron después algunos adultos más, que venían vigilando la actividad desde lejos, de manera permisiva.
En otra mesa una pareja de enamorados jóvenes, ella también comiendo ensaladas. Me recordé de una cita con Myrna hace muchos años (dos, tal vez, tres vidas atrás), de amor intenso y pasión, tomamos dos botellas de tinto y calamares fritos apagados al vino, en un restaurante griego . Eran otros tiempos menos obsesivos y mezquinos.
Escotes y falditas cortas, que sin embargo, no mostraban demasiada carne. Lo que se veía, más bien, eran cuerpos flácidos y delgados sin ningún ejercicio. Su delgadez era producto de no comer y no hacer nada. Posicionadas, frente de los músicos, sin oírlos realmente. Mientras el jaranero se desvivía intenso cual si fuese un Jimmy Hendrix, un par de chicas − una de ellas de espaldas y parada frente al espectáculo −, hablaban frente a ellos, sin que a ninguna de las dos les parara la boca en ningún momento ¿Cuándo era la que oía y la que hablaba? No había pausa entre las dos, sus bocas parecían ametralladoras escupiendo balas sin tregua. Eso que se llama conversación, no era lo que podíamos notar desde nuestro lugar, que yo precisamente había escogido no tan cerca del escenario, pues no hubiésemos podido ni hablar ni escuchar, debido a lo fuerte del sonido. Pero a ellas parecía no importarles, creo que también buscaban aturdirse, cómo sucede en los antros dónde el sonido revienta los oídos.
En realidad no les importaba nada, ni la música, ni estar ahí o paradas en otro lado. Uno se preguntaba qué carajos hacían de pie, tapando al resto de los comensales el espectáculo. Pero para ellas era como estar en la disco, una forma de exhibirse y regalarse a los ojos de los demás.
El vecino de la mesa, un hombre solo de unos 50, volteó su silla para ver el espectáculo de las niñas de vestidos cortos y risas de hiena. Se retiró al rato un poco frustrado, al notar que sólo estaban para sí mismas, y que la diferencia de edades era patente. Ellas se levantaban y circulaban por las mesas, se decían cosas al oído, se fotografiaban con cámaras y celulares, sin tomar en cuenta músicos o lugar, sólo importaba que salieran ellas, princesas de la espuma fútil.
En todo caso, una que otra, se hacía tomar en primer plano teniendo como segundo plano a los artistas, cómo para documentar que estuvo ahí, que efectivamente se divirtió, ante otro posterior y misterioso. No importaba disfrutar el momento y/o el lugar, sino mostrar posteriormente que se gozó.
Se abrazaban, corrían y medio bailaban como roboticos espasmódicos, iban al baño en grupo, se paraban y sentaban, sintiendo que lo único importante en el mundo, ahora y el resto de sus vidas, serían ellas mismas y su fulgor.
La más bella era una chica morena, casi negra, parecida a Grace Jones y la única con músculos en su cuerpo, que parecía menos de títere que de mujer. Ella estaba relativamente aislada, sintiéndose fea por ser morena en una ciudad de provincia mexicana que aprecia la piel blanca como si fuese signo de clase. Guapa sin saber que lo era, se veía penosa de tener esos rasgos y ese cuerpo, de tener senos y no ser una placa de radiografía. Daba lástima y ganas de decirle: Eres la única realmente bella. No lo habría apreciado y se habría ofendido como quien piensa se burlan de su porte. Se avergonzaba de haber nacido así, de tener ese color hermoso de piel.
El profesor, hablaba una sarta de cosas interesantísimas (¡!) en medio de la música que él concebía como de fondo o muzak. Decía y decía, quién sabe qué, al par de chicas que le rodeaban con ojos de vaca enamorada, pidiéndole un poquito de su atención y amor.
En un momento dado, llegaron las órdenes. Ninguna hamburguesa, nada de carne, ni enfrijoladas o mole. Sólo ensaladas y entremeses, brochetas de verduras, alcohol. El mesero pidió identificaciones a todos los que habían pedido copa y algunos se ofendieron. Pero él cumplió con rigor su deber. Se negó a servir vino a una niña que, después de un rato, le devolvió el plato reclamando algo dentro de él, no se sabe si en venganza o por exceso de melindrosa.
Era como una película muda con intensos sabores la que se desarrollaba a nuestros ojos. Estuve a punto de decir al par de jovencitas paradas que se sentaran y dejaran ver, oír la música. Finalmente lo hicieron y desaparecieron un rato de la escena. La música buenísima , sonaba y sonaba, los bailarines talentosos y magníficos.
Rosario se levantó al baño y regresó mucho más tarde. Después contó su encuentro en el baño con las chicas que le tomó tiempo. Una de ellas dentro del cubo cerrado de la taza se comunicaba con sus amigas diciendo que estaba estreñida, que no podía hacer. Desde fuera otras animándola a realizar sus deposiciones, dándole instrucciones. Diciéndole que levantara las piernas, que subiera los pies a la taza.
Otra le decía que no había tomado suficientes líquidos y que la maestra de biología, les había dicho que tendrían que hacerlo para tener un funcionamiento adecuado del píloro y el intestino. Allí se realizaba una sesión de yoga postural con miras a evacuar el estómago, un Kamasutra de la cagada.
Yo, que me acuerde, nunca a esa edad tuve amigos fuera del W.C. animándome a cagar. Había siempre de por medio algo que se llamaba intimidad. También teníamos otros temas de qué platicar: literatura, música, cine, pintura, fotografía. Pero parece que el recato se ha roto para siempre para tratar de llenar el vacío espiritual. No es difícil que le estuvieran tomando fotos con sus celulares y documentando el evento antes de ponerlo en Utube o en su Facebook.
Todas alrededor de la protagonista encerrada en el cubículo, aportando su experiencia y exhortaciones, admoniciones, reflexiones y direcciones.
Cómo decía antes, me resisto a fiscalizar o reprochar algo a la juventud. Pero había que verlas, para saber qué inútiles e imbéciles eran. Todas cortadas con la misma tijera, sin otros ideales que despertar el deseo de los hombres, y verse al espejo o exponerse junto a sus compañeras. Celebraban un cumpleaños, de ahí irían al antro a emborracharse y mezclarse. Alguna que otra se escaparía a tener sexo.
Nada les preocupaba sino su estreñimiento, y resultaba curioso que siendo tan jóvenes estuviesen tan compungidas por dicho malestar. Cómo si las risas y el goce que aparentaban desbordante fuera fingido y su verdad, estar tapadas por su narcisismo, sin posibilidad de circular lo de dentro afuera y lo de afuera adentro.
3 comentarios:
Verdadero "Surrealismo cotidiano" al leerlo me estremezco, mi hijo mayor tiene apenas 4 años, lo que le espera, hoy vivimos en el posmodernismo, dentro de diez años no se cómo se le llamará.
Felicidades por el texto, muy bueno, que bueno que las chicas no le dejaron disfrutar ese momento para que así naciera este texto y nos lo compartiera.
Saludos desde Monclova.
Carlos Moreno
incluso en internet eso ya tiene nombre... attention whore, camwhore y... creo que había otro.
¿No habrán de limitar nuesta visión de estos fenómenos aquellos prejuicios que nos diera la edad?
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